31 mar 2007

Polga. XI premios de la música- Obuaro 94

Los premios de la música XI edición jueves 29 de marzo de 2007

(A Alfredo)

¡Que triste y aburrido es el panorama oficial musical de nuestro país!. Y así ha sido la gala de la entrega de premios de este año en su XI edición. Los nominados, los que hay y se conocen. Los premiados los que se esperaban, Dover, Fito y Drexler, la gala un auténtico peñazo.

El inicio fue en la 2 de TVE a las 22.30 de la noche y terminó a eso de las 2 de la mañana, una tortura larga y cruel. La aguanté por motivos no sólo afectivos y personales, aunque también. Uno de los grupos nominados en el apartado de rock revelación, que fue además el último premio concedido, era Le Punk, uno de mis preferidos y de los buenos, un oasis en el desierto de convencionalidad y previsibilidad del panorama musical.

Los que me conocen explicarán mi paciencia, virtud de la que carezco, por el parentesco que me une a uno de los componentes de Le Punk, “Alfa”, lo que es cierto y además me enorgullece. Podría afirmar, sin miedo a mentir, que si en Le Punk no estuviese Alfredo y pudiese escuchar y disfrutar ese puñado de canciones en las que se puede pasar del “nacemos solos, y moriremos solos(*1)” al “ que deje de ser virgen y de estar tan sola(*2)” y al “es necesario tener alguien con quien brindar(*3)” recorriendo de esta manera todos los estadios que llevan al ser humano de la reflexión a la ironía y de la ironía a la risa, y de risa al dolor, y del dolor a la camaradería, repito, sin Alfredo también me habría quedado a soportar la soporífera gala con la esperanza de ver compensada mi espera. Creo que Le Punk lo hace muy bien, su música sin complejos, sus canciones interesantes, sus letras, de lo mejor (y aquí se que Le Punk no sería nunca Le Punk sin Alfa), su directo, una bomba, su banda, un placer. Y además tiene este grupo algo de lo que ha adolecido esta gala y la mayor parte de sus participantes y de los músicos pop actuales, es una banda muy, muy divertida. Con sólo esta reflexión habría sido bastante para darse cuenta que en el imperio de lo aburrido nada tenía que hacer una banda divertida aún cuando estuviera nominada por el apartado “revelación”, o quizá por eso me parecía que podía tener muchas posibilidades.
(*1) De No disparen al pianista " Nacemos solos"
(*2) De No disparen al pianista " La Virgen de la soledad"
(*3) De No disparen al pianista" Compañeros"

Dicho esto y con el convencimiento que lo que aquí escribo no habría variado ni un ápice si Le Punk hubiera sido uno de los ganadores quiero comentar lo que me ha parecido esta entrega de premios organizada por los defensores del canon digital, este gran tostón.

La puesta en escena se basaba en la idea infantil y pretenciosa de que el presentador de la gala fuera un hombre del futuro que había viajado al presente para prevenirnos de un futuro negro y catastrofista en el que no existía ni la libertad ni la música. La alegoría y todo este viaje en el tiempo era totalmente innecesaria, no sabemos lo que nos deparará el futuro musicalmente hablando pero peor que el presente que nos mostró la gala, no puede ser. Eso es, si el futuro va a ser peor que esto, apaga y vámonos. El guión y los añadidos de atrezzo de la presentación de los premios resultaron pretenciosos, aburridos y sobre todo daban vergüenza ajena.

Sí, ya sé que eso de sentir vergüenza ajena no es moderno, y que ahora no se lleva. Que hacer el ridículo se ha convertido en un modo habitual de conducta aprobado por los nuevos tiempos. Ya nadie hace el ridículo porque todo vale, todo es respetable y nada se sabe y no hay nada mas osado que la ignorancia, y el no saber y el no ser consciente de que no se sabe conduce inevitablemente a la vergüenza ajena de los que todavía conservamos sentido del ridículo, del saber, y de lo que no sabemos. Los mensajes pseudo inteligentes emitidos durante el evento por esa pantalla que reflejaba el futuro nos sonrojaron, los excesos del presentador y sus pretendidos juegos irónicos nos cansaron e irritaron, los discursos de algunos de los premiados nos enervaron. En el futuro no hay libertad ni música y ahora sabemos por qué, porque en la música del presente hay discursos y líneas de pensamiento tan mercantilistas, conservadoras y retrogradas como la que sin pudor expresó el incombustible Teo Carralda desde el escenario tras ser premiado en el apartado nada menos que de “mejor canción en gallego”. El futuro que preconizaban en la pantalla del escenario, con esa visión de la realidad, de la creación, de la música y de la expresión artística, es inevitable, el futuro está ya aquí. Negro, triste, oscuro, castrador, enemigo del progreso, censor, excluyente y poco imaginativo.

Cuando fui consciente de todo esto fue cuando empecé a tener miedo no del futuro si no del presente, y me desasosegó constatar que el presente no ha cambiado en los últimos 20 años, que desde los mitificados 80 casi nada ha cambiado. Que los personajes que fueron innovadores entonces han dejado de serlo pero no han dejado paso a otros, que las nuevas generaciones no han llegado no sabemos si por falta de calidad, oportunidad o ambición, que en la música pop oficialista tener menos de 40 años es un obstáculo para formar parte de la secta que se autoalimenta, se autoprotege, se autopremia y se autoproclama única y moderna y que permiten asomarse a sólo unos pocos que se abren paso a duras penas a golpe de promo-marketing o de una calidad que roza la genialidad y siempre entre el beneplácito y la sonrisa complaciente de sus mayores, que todavía les quitan el balón en el patio para no dejarles jugar.

Esos músicos que trajeron aire fresco en los 80 se han acomodado, aburguesados (y no solos por sus kilos de más), han montado el chiringuito del mercado discográfico a su medida, han copado los puestos en los despachos, en las agencias, en los locales de música en directo, en las emisoras de radio, en los estudios de grabación. Es un traje en el que nadie mas que ellos puede entrar. Un sala de fiestas con un portero muy exigente que por lo que se ve en el interior selecciona la entrada aplicando los mismos criterios que para la asistencia al festival de Benidorm que aprendió cuando era niño.

No pretendo decir que nada vale de los felices 80, que son los míos, y por los que siento una enorme simpatía y nostalgia de juventud. Pero si los de los 80 queremos seguir imperando en el 2007 tenemos que aportar algo nuevo, trabajar, crear, creer en algo y no instalarlos en el simulacro de un pasado que en numerosas ocasiones solo existe en nuestra imaginación, ni hacernos fuertes en unos lugares comunes que no son mas que una leyenda urbana. Ni todos estuvimos en París en mayo 68, ni en Rockola en el 84, ni en el Oliver en el 75, ni en reuniones clandestinas en las que se leían libros prohibidos durante la dictadura, ni asistimos a representaciones en la ópera de Viena. Así es, las personas somos como la resistencia a los antibióticos, unos abusan de ellos y todos nos vemos afectados, no somos mas que el resultado de esa historia acumulada, del que estuvo en París, en Rockola, en Oliver, en la reunión clandestina, y en la ópera, pero también del que estuvo en la cola para rendir homenaje tras su muerte a Franco, del que se fue becado durante la dictadura a EEUU, de los que asistían con ilusión a los estrenos de las comedias de Esteso y Pajares, y de los que compraban los discos de nuestras folklóricas ahora reconvertidas al socialismo o al frikismo televisivo. Si tenemos memoria, que sea para todo.

Tampoco pretendo apartar a las vacas sagradas de eventos musicales como este.. Ni al gran Pedro Iturralde ni a Sabina, Serrat o Raimón que forman parte de nuestra música y nuestra historia y porque Mediterráneo es un “temazo”, por el “al vent la cara y el cor al vent”, y porque pocas veces hemos oído algo tan descriptivo como ese “mas triste que un torero, al otro lado del telón de acero, así estoy yo sin ti”. Porque nada hay más triste que la exclusión y el sectarismo en la música o cualquier otra expresión artística, porque solo allí parece que el ser humano se eleva y trasciende, porque en su expresión y su disfrute encuentra el hombre su razón de ser y su destino. Por eso, o simplemente porque alegra el alma y despierta las conciencias, o por ambas cosas. O porque cuando te gusta alguien le dedicas una canción, un poema, o le invitas a un concierto o al cine, o porque puedes hablar con los demás de ello y disfrutar y sentir que algo tiene sentido en el absurdo camino de la vida. O porque sí, o ¿por qué no?. Para que la gente se exprese como quiere y donde quiera a su manera, y porque retiremos el velo invisible de nuestras cabezas y de nuestros oídos. Porque la cultura es de todos, y también la música. Por una verdadera democratización de la música y del arte.

Todo lo contrario a lo que ha sido esta entrega de premios, visualmente pobre, pasada de moda, poco imaginativa, repetitiva, sin sitio para nada nuevo, previsible, aburrida, autocomplaciente…

Y encima no han premiado a Le Punk, bien es verdad que no he escuchado a la premiada en su lugar y seguro que lo ha merecido. Pero entiéndanme, eran las dos de la mañana, había informado a todas mis amistades de la retransmisión del premio y de la posibilidad de que lo ganara Le Punk. Y nos habíamos quedado compuestos y sin novio. Y eso que los constantes mensajes de móvil entre todos nosotros nos amenizaron la velada. La aparición de Falete que entregó un premio y al que los premiados dudaron si darle una beso o la mano, el histrionismo y falso ingenio del presentador, la pantalla del futuro con una individua cantándole a una oreja, la confusión de muchos de los lectores de los premiados que evidenciaba que no habían ensayado ni preparado nada y que ni tan siquiera sabían a quien le entregaban el galardón, nos permitió entre risas soportar hasta el final de la gala.

Y no pudo ser, pero seguiremos esperando que toque la banda, porque la canalla sigue tus pasos muy de cerca Alfredo y Le Punk, porque estamos esperando vuestro siguiente disco y vuestro próximo concierto, y mientras danzad danzad malditos, que seguro que después de 24 h. seguís de fiesta, la verdadera, y eso que no habéis ganado el premio. Córdoba está envenenada y divirtiéndose, esperando despertarse sin saber como en una "isla llena de hombres depilados(*4)".
(*4)De No disparen al pianista" El Basker"

Nos vemos en el infierno...



Polga Marzo 2007

26 mar 2007

Polga(film). Down by law. Jim Jarmush- Obuaro 93



Desde que ví esta película "Down by Law" allá por el 1986 con Miguel cuando me siento en prisión( no menos de una vez por semana) no puedo evitar recordar la escena de la prisión en que Benigni aprende inglés...y reproducirla a mi manera empezando a repetir cada vez mas alto hasta chillar el

i screama you screama we all screama for ice cream...

Una brillante película de Jim Jarmusch con un Tom Waits que se sale, un Roberto Benigni al que todavía se podía soportar y John Lurie. El argumento de la película era una huída de la cárcel de tres individuos en su volver a empezar por los campos de New Orleans y Lousiana.

- It's not where you start - It's where you start again -

20 mar 2007

Le Punk Sala El Sol 9-3-07 Veneno- Obuaro 92

El pasado día 9 de marzo en la Sala El Sol de Madrid actuaron Le Punk. Cártel de "no hay billetes" y Alfa acompañado en este venenoso arte del cante por la canalla.

Por los días en los que levantarse parece una broma....

Casorvida- Obuaro 91


19 mar 2007

Antonio Gamoneda. Edad- Obuaro 48

Edad- Antonio Gamoneda

Edad, edad, tus venenosos líquidos.
Edad, edad, tus animales blancos.

Polga (film). Luces al atardecer. Aki Kaurismäki- Obuaro 90

Luces al atardecer by Aki Kaurismäki



Luces al atardecer. Una metáfora de la soledad de un hombre hierático que asiste sin pestañear a ese ineludible destino fatal. Un hombre perplejo, un perdedor sin furia ni futuro. " un perdedor nato, fiel como un perro, un idiota romántico".

Lights in the Dusk





Casorvida. Tunel 63- Obuaro 89

En Casorvía no hay mozas
en Malvedo son pequeñas,
en la Frecha barrigúas
y en Hirias platiqueras.


Casorvida- Obuaro 88



Casorvía tente firme
que Malvedo ya cayó
y la Frecha está temblando
del susto que se llevó.

Polga. Engaño- Obuaro 87

Nunca quise hablar de mí sinceramente
fingí a menudo ser quien no era
Como todos alguna vez
por juego o miedo
me he disfrazado por dentro y por fuera.

La vida de los otros no me importa
no por bondad
sino por tener bastante con los unos
y conmigo, que es para tanto

Me equivoqué a menudo
y me sigo equivocando
siempre muy a mi pesar
con mis muchas culpas cargando

Busqué sin encontrar
y sigo buscando
la verdad, la belleza y perfección
a la vista está
sin nunca lograrlo

Deudas con otros no tengo
pero sí conmigo misma
el enemigo mas serio
al que hasta ahora me enfrento

Me quieren mas que quiero
o eso dicen, no me quejo
De la realidad me defiendo
panza arriba, como puedo
a golpe de ficción y sueños

A veces pierdo el rumbo
me obsesiono y me confundo
las neuronas se aceleran
se dispara la cabeza:
coche, casa, casa, amigo
amigo, Homero,
para acabar en Quevedo…

Una bala me atraviesa
Estoy tocada, piso en falso
todo es negro,
me sumerjo, me indigesto,
me torturo
la locura se presenta

Nos hablamos, nos retamos,
agotamos
y por fin una nueva tregua nos damos
Hasta pronto, ya me río
que no me abandone la suerte…

Nunca queriendo he hecho daño
no por bondad
sino porque me olvido contando
cuentos, historias, milongas, tarantos…
o con la locura pactando

Nada nunca es tan serio
que no permita humor por medio
Y nunca me atrevo
por no ser cursi
a hablar de los amigos,
el único triunfo que de verdad tengo.

Nunca quiero hablar de mí sinceramente
finjo a menudo ser quien no soy
digo lo que no es, enredo
por juego o por miedo
me disfrazo por dentro y por fuera
y engaño con estos pésimos versos…

18 mar 2007

Mark Rothko- Obuaro 72

Underground Fantasy- Mark Rothko

Entrance to Subway- Mark Rothko

17 mar 2007

Reloj de la Puerta del Sol. 12/12/2006- Obuaro 81


Year: A period of three hundred and sixty-five disappointments( Bierce Ambrose. The devil´s Dictionary )

Julia Uceda. La Caída- Obuaro 69

La Caída-Julia Uceda

Hay que ir demoliendo,
poco a poco,la sombra
que vemos. Que nos dieron.
Que nos dijeron: «eres».
Hay que apretar las sienes
entre los dedos. Hay
que asentir a ese punto
-comienzo, duda o hueco-
que yace dentro.

Y es preciso
que en una noche todo arda
-el «eres», el «seremos»-
y un terror polvoriento
nos muestre su estructura.
Es urgente bajarse
de los dioses. Tomar
el fuego entre las manos.
Destruir esos «yo» que nos presentan
una hilera de sombras agotadas.
Y dejarse caer sobre el principio
de la vida. O del sueño.
Ser solamente vida
presente. Sin recuerdo
de ayer ni de mañana.

de Extraña juventud, 1962

Truman Capote. Una Navidad- Obuaro 75

Una Navidad- Truman Capote

Primero, un breve preámbulo autobiográfico. Mi madre, mujer excepcionalmente inteligente, era la chica más guapa de Alabama. Todo el mundo lo decía, y era verdad. A los dieciséis años se casó con un hombre de negocios de veintiocho que provenía de una buena familia de Nueva Orleans. El matrimonio duró un año. Ella era demasiado joven tanto para ser madre como para ser esposa; era además demasiado ambiciosa: quería ir a la universidad para tener una carrera. De modo que dejó a su marido; y, por lo que a mí se refiere, me puso al cuidado de su numerosa familia de Alabama.
Durante años, rara vez vi a ninguno de mis padres. Mi padre tenía asuntos en Nueva Orleans, y mi madre, tras graduarse, empezaba a abrirse camino por sí misma en Nueva York. En lo que a mí me concernía, ésta no era una situación desagradable. Era feliz donde me hallaba. Tenía a muchos parientes amables conmigo, tías y tíos y primos y, especialmente, "a una" prima ya mayor, con el pelo canoso, una mujer ligeramente tullida llamada Sook. Miss Sook Faulk. Tenía otros amigos, pero ella era, con mucho, mi mejor amiga. Fue Sook quien me habló de Papá Noel, de su barba abundante, su traje rojo y su ruidoso trineo cargado de regalos, y yo la creí, del mismo modo que creía que todo era voluntad de Dios, o del Señor, como siempre le llamó Sook. Si tropezaba, o me caía del caballo, o pescaba un gran pez en el riachuelo, bueno, para bien o para mal, todo era por voluntad del Señor. Y eso fue lo que dijo Sook al recibir las alarmantes noticias de Nueva Orleans: mi padre quería que yo fuera a pasar con él la Navidad.
Lloré. No quería ir. Nunca había salido de aquella aislada y pequeña ciudad de Alabama, rodeada de bosques, granjas y ríos. Jamás me acostaba sin que Sook me peinara el pelo con los dedos y me besara para darme las buenas noches. Además, me asustaban los extraños, y mi padre era un extraño. A pesar de haberlo visto varias veces, su imagen se confundía en mi memoria; ignoraba qué aspecto tenía. Pero como decía Sook: "Es la voluntad del Señor. Y, quién sabe, Buddy, quizás hasta veas la nieve".
¡Nieve! Hasta que aprendí a leer por mí mismo, Sook me leyó muchos cuentos, y parecía haber cantidad de nieve en la mayoría de ellos. Deslumbrantes copos de ensueño deslizándose por los aires. Era algo con lo que soñaba; algo mágico y misterioso que deseaba ver y sentir y tocar. Por supuesto, ni Sook ni yo nunca lo habíamos hecho; ¿cómo habríamos podido hacerlo viviendo en un lugar tan caluroso como Alabama? No sé cómo pudo pensar que yo vería nieve en Nueva Orleans, ya que Nueva Orleans es aún más calurosa. Pero qué más da. Intentaba infundirme coraje para emprender el viaje.
Me dieron un traje nuevo. Me colgaron en la solapa una tarjeta con mi nombre y mi dirección. Eso, por si me perdía. El caso es que iba a hacer el viaje solo. En autobús. En fin, todos pensaron que estaría a salvo con mi tarjeta. Todos, excepto yo. Estaba asustado; enfadado. Furioso con mi padre, ese extraño, que me forzaba a abandonar mi casa y a separarme de Sook por Navidad.Se trataba de un viaje de más de setecientos kilómetros, poco más o menos. Mi primera parada fue Mobile. Allí, cambié de autobús, y viajé horas y horas por tierras pantanosas a lo largo de la costa hasta llegar a una ciudad ruidosa, con tranvías tintineantes y mucha gente peligrosa con pinta extranjera.
Era Nueva Orleans.
Y, de pronto, al bajar del autobús, un hombre me rodeó con sus brazos y me exprimió la respiración; reía y lloraba; un hombre alto y apuesto, riendo y llorando. Dijo:-¿No me conoces? ¿No conoces a tu padre?Yo había enmudecido. No dije una sola palabra hasta que, al fin, mientras íbamos ya en un taxi, le pregunté:-¿Dónde está?-¿La casa? No muy lejos.-No, la casa no. La nieve.-¿Qué nieve?-Creía que habría un montón de nieve.Me miró con extrañeza, pero acabó por reír.-Nunca ha nevado en Nueva Orleans. Al menos que yo sepa. Pero escucha: ¿oyes ese trueno? Seguro que va a llover.
No sé qué es lo que más me asustaba, si el trueno, los fulminantes rayos que lo seguían, o mi padre. Aquella noche, al acostarme, seguía lloviendo. Recité mis oraciones y recé para estar pronto de vuelta en casa con Sook. No sabía cómo iba a poder dormirme sin que ella me diera el beso de las buenas noches. Lo cierto es que no conseguía dormirme, de modo que me puse a pensar en lo que iba a traerme Papá Noel. Quería un cuchillo con el mango de nácar. Y un gran rompecabezas. Un sombrero de cowboy con un lazo de rodeo. Un rifle BB para matar gorriones. (Años más tarde, tuve una escopeta BB con la que maté un sinsonte y un mirlo, y jamás he podido olvidar cuánto lo sentí y cuánta pena me dio; nunca volví a matar otra cosa, y todos los peces que pesqué los devolví al agua). También quería una caja de lápices. Y, más que cualquier otra cosa, una radio, pero sabía que era imposible: no conocía ni a diez personas que tuvieran radio. Recordarán que era la época de la Depresión, y en el Profundo Sur eran escasas las casas que tenían radio o refrigerador.
Mi padre tenía las dos cosas. Parecía tenerlo todo: un coche con el asiento trasero descubierto, por no hablar de una casita color rosa en el Barrio Francés, con balcones de hierro forjado y un patio interior ajardinado, lleno de flores y refrescado por una fuente en forma de sirena. También tenía media docena, por no decir toda una docena, de amigas. Al igual que mi madre, mi padre no había vuelto a casarse; pero los dos tenían admiradores asiduos, y, quisiéranlo o no, antes o después recorrieron el camino del altar; en realidad, mi padre lo recorrió seis veces.
Pueden, pues, comprobar que tenía un gran encanto; y, de hecho, parecía seducir a la mayoría de la gente, a todos menos a mí. Eso era lo que me azaraba tanto, siempre arrastrándome de aquí para allá para que conociera a sus amigos, a todos, desde el banquero hasta el barbero que le afeitaba cada día. Y, naturalmente, a todas sus amigas. Y lo que es peor: se pasaba el tiempo besándome, achuchándome y presumiendo de mí. ¡Me sentía tan avergonzado! Primero, no había nada de qué presumir. Yo era un auténtico chico de campo. Creía en Jesús y rezaba concienzudamente mis oraciones. Estaba convencido de que existía Papá Noel. Y, en mi casa de Alabama, excepto para ir a la iglesia, nunca llevaba zapatos, ni en invierno ni en verano.
Era una auténtica tortura ser arrastrado por las calles de Nueva Orleans dentro de aquellos zapatos fuertemente atados, calientes como el infierno, tan pesados como el plomo. No sé qué era peor, si los zapatos o la comida. En mi casa estaba acostumbrado al pollo a la parrilla, a las verduras estofadas, a las judías con mantequilla, a pan de maíz y a otras cosas reconfortantes. ¡Pero esos restaurantes de Nueva Orleans! Nunca olvidaré mi primera ostra, era como un mal sueño deslizándose por mi garganta; tuvieron que transcurrir décadas antes de que volviera a tragar otra. En cuanto a toda esa comida criolla cargada de especias, sólo pensarlo me da acidez. No señor, yo añoraba las galletas recién sacadas del horno, la leche fresca de vaca y la melaza casera.
Mi pobre padre no tenía ni idea de cuán desgraciado era yo, en parte porque nunca dejé que lo notara ni porque jamás se lo dije; en parte porque, aunque mi madre protestara, él se las había ingeniado para conseguir mi custodia legal durante las vacaciones de Navidad.
Me decía:-Di la verdad, ¿no quieres venir a vivir aquí conmigo, en Nueva Orleans?-No puedo.-¿Qué significa que no puedes?-Añoro a Sook. Añoro a Queenie; tenemos un conejito de Indias muy divertido. Lo queremos mucho.Dijo mi padre:-¿Es que a mí no me quieres?Dije yo:-Sí.
Pero la verdad es que, a excepción de Sook y de Queenie y de unos pocos primos y de un retrato de mi hermosa madre al lado de la cama, no tenía una idea muy clara de lo que significaba querer.
Pronto lo descubrí. La víspera de Navidad, mientras caminábamos por Canal Street, me paré en seco, extasiado ante un objeto mágico que vi en el escaparate de una gran tienda de juguetes. Era la maqueta de un avión lo bastante grande como para sentarse dentro y pedalear como en una bicicleta. Era verde y tenía una hélice roja. Estaba convencido de que, si pedaleaba con la suficiente energía, ¡el avión despegaría y levantaría el vuelo! ¡Habría sido en todo caso fantástico! Ya podía ver a mis primos allí abajo mientras yo volaba por entre las nubes. ¡Ver para creer! Reí; reí y reí. Fue la primera vez que mi padre pareció sentirse a gusto conmigo, aunque no sabía qué me había parecido tan divertido. Aquella noche recé para que Papá Noel me trajera el avión. Mi padre había comprado ya un árbol de Navidad, y estuvimos un montón de tiempo en un supermercado eligiendo cosas para adornarlo. Entonces cometí un error. Coloqué un retrato de mi madre bajo el árbol. En el momento en que mi padre lo vio, se puso pálido y empezó a temblar. Yo no sabía qué hacer. Pero él sí. Fue hacia un armario y sacó de él una botella y un vaso largo. Reconocí la botella porque todos mis tíos de Alabama tenían muchas exactamente iguales. ¡Puro Moonshine, licor destilado ilegalmente durante la Prohibición! Llenó el vaso y se lo bebió de un trago. Hecho esto, fue como si el retrato se hubiera desvanecido.
Esperé, pues, la Nochebuena y el siempre excitante advenimiento del orondo Papá Noel. Por supuesto, jamás había visto ese pesado y ruidoso gigante con la panza hinchada dejarse caer por la chimenea y exhibir alegremente su generosidad bajo un árbol de Navidad. Mi primo Billy Bob, que era un miserable enanito, pero que tenía un cerebro como un puño de hierro, afirmaba que todo eso era una tontería, que no existía semejante criatura.
-¡Vaya! -dijo-. Creer que un Papá Noel existe es como creer que una mula es un caballo.Esta disputa tenía lugar en la plaza del pequeño juzgado. Le contesté:-Existe un Papá Noel porque lo que hace es voluntad del Señor, y todo lo que es voluntad del Señor es verdad.Y, escupiendo en el suelo, Billy Bob se alejó:-¡Bueno, al parecer, tenemos a otro predicador entre nosotros!
Siempre me hacía a mí mismo la promesa de no dormir en Nochebuena, quería oír el baile saltarín del reno en el tejado y quedarme allí, al pie de la chimenea, esperando a Papá Noel para saludarle. Y, en aquella Nochebuena en particular, nada me parecía más fácil que permanecer despierto.
La casa de mi padre tenía tres pisos y siete habitaciones, algunas espaciosas, sobre todo las tres que daban al jardín del patio: el salón, el comedor y una sala de música para los que querían bailar, tocar música y jugar a las cartas. Los dos pisos superiores estaban adornados con balcones de hierro forjado, cuyos intrincados barrotes verde oscuro se hallaban delicadamente entrelazados con buganvilla y rizadas guirnaldas de orquídeas, planta ésta que parece un lagarto chasqueando su lengua roja. Era el tipo de casa ostentosa con suelos encerados, algún mimbre por aquí y algún terciopelo por allá.
Podría haber sido confundida con la casa de un rico; era más bien la casa de un hombre con pretensiones de elegancia. Para un pobre (pero feliz) chico descalzo de Alabama, era todo un misterio el modo en que se las arreglaba para satisfacer esta aspiración.
No había en cambio misterio alguno en lo que se refiere a mi madre, quien, tras graduarse en la universidad, se esforzaba por ejercer todos sus encantos mientras luchaba por encontrar en Nueva York al novio adecuado que pudiera permitirse vivir en pisos de Sutton Place y adquirir abrigos de marta cebellina. No, los recursos de mi padre le eran de sobra conocidos, aunque nunca mencionara el asunto hasta años después, cuando ya había podido comprarse collares de perlas que colgaban de su cuello envuelto en pieles.
Había ido a visitarme a uno de esos internados esnobs de Nueva Inglaterra (donde mi enseñanza era costeada por su rico y generoso marido), cuando algo que comenté la enfureció; gritó:
-¡Conque no sabes por qué vive tan bien! Yates y cruceros por las islas griegas. Pues por ¡sus mujeres! Piensa en esa larga lista. Todas viudas. Todas ricas. Muy ricas. Y todas mucho mayores que él.
Demasiado viejas para que cualquier joven sensato se case con ellas. Es por lo que eres su único hijo. Y ésta es la razón por la que jamás volveré a tener otro; yo era demasiado joven para tener hijos, pero él era una bestia, acabó conmigo, me estropeó.
"Just a gigolo, everywhere I go, people stop and stare... Moon, moon over Miami... This is my first affair, so please be kind... He, mister, can you spare a dime?... Just a gigolo, everywhere I go, people stop and stare..." (1)
Mientras estuvo hablando (yo intentaba no escuchar, porque, al decirme que mi nacimiento había acabado con ella, estaba ella acabando conmigo), estas melodías, u otras semejantes, rondaban por mi cabeza.
(1) Célebre canción ligera de la época (N. de la T.) Me ayudaban a no escucharla, y me recordaban la extraña e inolvidable fiesta que dio mi padre en Nueva Orleans en aquella Nochebuena.
Iluminaron el patio de velas, al igual que las tres habitaciones que daban a él. La mayoría de los invitados estaban reunidos en el salón, donde un pálido fuego en la chimenea arrancaba destellos al árbol de Navidad; otros muchos bailaban en la sala de música y en el patio a los acordes de un gramófono. Tras haber sido presentado a los invitados y agasajado por todos, me enviaron arriba; pero, desde la terraza detrás de la contraventana francesa de la puerta de mi habitación, podía ver toda la fiesta, observar a las parejas mientras bailaban. Vi a mi padre bailando un vals con una mujer elegante alrededor del estanque que rodeaba la fuente de la sirena. Era realmente elegante, y llevaba un ligero vestido plateado que relucía a la luz de las velas; pero era mayor, como mínimo diez años mayor que mi padre, quien, en aquella época, tenía treinta y cinco.
De pronto me di cuenta de que mi padre era, con mucho, el más joven de su fiesta. Ninguna de las mujeres, por encantadoras que fueran, era más joven que la esbelta bailadora de vals con el ondulante traje plateado. Lo mismo ocurría con los hombres, quienes, en su mayoría, fumaban aromáticos puros habanos; más de la mitad eran lo suficientemente viejos como para ser padres de mi padre. Vi entonces algo que me hizo parpadear. Mi padre y su ágil acompañante se habían desplazado sin dejar de bailar hasta un lugar semioculto por las orquídeas; se abrazaban y se besaban. Me quedé tan sobrecogido, tan furioso, que corrí a mi habitación, salté dentro de la cama y me tapé la cabeza con las sábanas. ¿Qué podía querer mi joven y apuesto padre de una vieja como aquélla? ¿Y por qué toda esa gente de ahí abajo no se iba de una vez para que Papá Noel pudiera entrar? Permanecí despierto durante horas oyendo cómo se marchaban los invitados y, cuando mi padre dio las buenas noches por última vez, oí cómo subía las escaleras y abría la puerta de mi dormitorio para echar un vistazo; pero me hice el dormido.
Muchas cosas ocurrieron que me mantuvieron despierto toda la noche. Primero, las pisadas, el ruido de mi padre subiendo y bajando las escaleras, respirando con dificultad. Tenía que ver qué hacía. De modo que me escondí en el balcón, entre la buganvilla. Desde allí tenía una visión completa del salón, del árbol de Navidad y de la chimenea, donde todavía ardían pálidas llamas. Además, podía ver a mi padre. Caminaba a gatas por debajo del árbol disponiendo una pirámide de paquetes. Envueltos en papel púrpura, y rojo y dorado, y azul y blanco, crujían levemente cuando él los movía. Me sentía aturdido, ya que lo que veía me obligaba a reconsiderarlo todo. Si se suponía que estos regalos eran para mí, obviamente no habían sido enviados por el Señor ni repartidos por Papá Noel; no, eran regalos comprados y envueltos por mi padre. Lo que significaba que mi detestable primito Billy Bob, y otros tan detestables como él, no mentían cuando se burlaban de mí y me decían que no existía Papá Noel. El peor pensamiento era: ¿sabía Sook la verdad y me había mentido? No, Sook nunca me habría mentido. Ella creía. Eso era, aunque tuviera sesenta y tantos años, de alguna manera era al menos tan niña como yo.
Estuve observando hasta que mi padre terminó su tarea y apagó las pocas velas que aún quedaban encendidas. Esperé hasta asegurarme de que estaba en la cama y dormía. Entonces me deslicé hasta el salón, que todavía olía a gardenias y a puros habanos.
Me senté allí a pensar: Ahora seré yo quien tenga que decirle la verdad a Sook. Una ira, un extraño rencor, crecía en mi interior: no iba dirigido a mi padre, aunque acabara siendo él la víctima.
Al amanecer, examiné las tarjetas colgadas en cada uno de los paquetes. Todas decían: "Para Buddy". Todas, excepto una que rezaba: "Para Evangéline". Evangéline era una negra ya mayor que bebía Coca-Cola todo el día y que pesaba ciento cincuenta kilos; era el ama de llaves de mi padre -también lo había criado ella-.
Decidí abrir los paquetes: era la mañana de Navidad, estaba despierto, ¿por qué no? No me tomaré la molestia de describir lo que había dentro: sólo camisas, jerséis y tonterías por el estilo. Lo único que me gustó fue una soberbia pistola de pistones. Sin saber por qué, se me ocurrió que sería divertido despertar a mi padre con un tiro. Y lo hice. "Bang". "Bang". "Bang".
Se precipitó fuera de la habitación, con los ojos de par en par. "Bang". "Bang". "Bang".-Buddy, ¿qué diablos crees que estás haciendo? "Bang". "Bang". "Bang".-¡Para eso de una vez!Me reí.-Mira, papá. Mira cuántas cosas maravillosas me ha traído Papá Noel.Más calmado, entró en el salón y me abrazó. -¿Te gusta lo que te ha traído Papá Noel?Le sonreí. Él me sonrió. Fue un largo momento de ternura que se rompió cuando dije:-Sí, papá, pero ¿qué me vas a regalar tú?
Su sonrisa se esfumó. Sus ojos se entrecerraron con suspicacia; podía leerse en su cara la sospecha de que yo le había tendido una trampa. Pero entonces se sonrojó, como si se avergonzara de pensar en lo que estaba pensando. Palmeó mi cabeza, carraspeó y dijo: "Bueno, había pensado que era mejor esperar y dejar que eligieras algo que desearas realmente. ¿Hay algo que quieras muy particularmente?"
Le recordé el avión que habíamos visto en la tienda de juguetes de Canal Street. Su rostro asintió. Oh, sí, recordaba el avión y cuán caro era. La cuestión es que, al día siguiente, yo ya estaba sentado en el avión, soñando que me elevaba hacia el cielo, mientras mi padre rellenaba un talón para el feliz vendedor. Habíamos hablado de cómo se transportaría el avión hasta Alabama, pero me mostré firme, insistí en que tenía que ir conmigo en el autobús que tomaba a las dos de aquella misma tarde. El vendedor lo solucionó llamando a la compañía de autobuses, que dijo que podrían arreglarlo con facilidad.
Pero todavía no me había librado de Nueva Orleans. El problema ahora era una gran petaca de Moonshine; puede que fuera por mi partida, pero el hecho es que mi padre había estado dándole al trago todo el día y, camino de la estación, me asustó al cogerme de las muñecas y susurrarme con amargura:
-No voy a dejar que te vayas. No puedo dejar que vuelvas con esa familia de locos a ese viejo caserón de locos. Hay que ver lo que han hecho contigo. ¡Un niño de seis años, casi siete, hablando de Papá Noel! Todo es culpa suya, de esas viejas solteronas agriadas, con sus Biblias y sus calcetas, de esos tíos tuyos, todos borrachos. Escúchame, Buddy. ¡Dios no existe! No existe ningún Papá Noel. Me apretaba las muñecas con tanta fuerza que me hacía daño.
-A veces, santo cielo, pienso que tu madre y yo, los dos, deberíamos pegarnos un tiro por haber permitido que esto ocurriera.
(Él nunca se quitó la vida, pero mi madre sí: pasó a mejor vida hace treinta años).-Dame un beso. Por favor. Por favor. Dame un beso. Dile a tu papá que le quieres.Pero yo no podía hablar. Estaba aterrado de perder el autobús. Y me preocupaba el avión, atado con correas a la baca del taxi.-Dilo: "Te quiero". Dilo. Por favor. Buddy. Dilo.Por suerte para mí, el taxista era un hombre de buen corazón. Si no hubiera sido por su ayuda, la de unos mozos eficaces y la de un amable policía, no sé qué hubiera ocurrido al llegar a la estación. Mi padre se tambaleaba tanto que apenas podía andar, pero el policía habló con él, le serenó, le ayudó a mantenerse derecho, y el taxista prometió devolverlo a casa sano y salvo. Sin embargo, mi padre no se iría hasta ver cómo los mozos me acomodaban en el autobús.
Una vez dentro, me acurruqué en el asiento y cerré los ojos. Sentía un extraño malestar. Un dolor agobiante que me hería por todas partes. Pensé que, si me sacaba los pesados zapatos de ciudad, auténticos monstruos torturadores, aquella agonía remitiría. Me los quité, pero el misterioso dolor no me abandonó. En cierto modo, nunca más me abandonó; nunca más lo hará.
Doce horas más tarde estaba en casa, en cama. La habitación estaba a oscuras. Sook, sentada a mi lado, se balanceaba en una mecedora; un sonido tan sedante como el de las olas en el océano. Había intentado contarle todo lo que había ocurrido, y tan sólo me detuve cuando me quedé tan ronco como un perro aullador. Me pasó los dedos por el pelo y dijo:
-Por supuesto que existe Papá Noel. Sólo que es imposible que una sola persona haga todo lo que hace él. Por eso el Señor ha distribuido el trabajo entre todos nosotros. Por eso todo el mundo es Papá Noel. Yo lo soy. Tú lo eres. Incluso tu primo Billy Bob. Ahora ponte a dormir. Cuenta estrellas. Piensa en la cosa más apacible. Como la nieve. Siento que no llegaras a verla. Pero ahora la nieve cae por entre las estrellas.
Las estrellas destellaban, la nieve se arremolinaba dentro de mi cabeza; la última cosa que recordé fue la voz serena del Señor encomendándome algo que hacer. Y, al día siguiente, lo hice. Fui con Sook a la oficina de correos y compré una postal de un penique. Hoy, todavía existe esa postal. Fue encontrada en la caja de caudales de mi padre cuando murió, el año pasado. Esto es lo que le había escrito: "Hola papá espero que estés bien como yo y estoy aprendiendo a pedalear muy rápido en mi avión estaré pronto en el cielo así que mantén los ojos abiertos y sí te quiero Buddy".

Truman Capote. One Christmas- Obuaro 75bis

One Christmas-Truman Capote

First, a brief autobiographical prologue. My mother, who was exceptionally intelligent, was the most beautiful girl in Alabama. Everyone said so, and it was true; and when she was sixteen she married a twenty-eight-year-old businessman who came from a good New Or­leans family. The marriage lasted a year. My mother was too young to be a mother or a wife; she was also too ambitious—she wanted to go to college and to have a career. So she left her husband; and as for what to do with me, she deposited me in the care of her large Al­abama family.
Over the years, I seldom saw either of my parents. My father was occupied in New Orleans, and my mother, after graduating from college, was making a success for herself in New York. So far as I was concerned, this was not an unpleasant situation. I was happy where I was. I had many kindly relatives, aunts and uncles and cousins, particularly one cousin, an elderly, white-haired, slightly crippled woman named Sook. Miss Sook Faulk. I had other friends, but she was by far my best friend.
It was Sook who told me about Santa Claus, his flowing beard, his red suit, his jangling present-filled sled, and I believed her, just as I believed that everything was God's will, or the Lord's, as Sook always called Him. If I stubbed my toe, or fell off a horse, or caught a good-sized fish at the creek—well, good or bad, it was all the Lord's will. And that was what Sook said when she received the frightening news from New Orleans: My father wanted me to travel there to spend Christmas with him.
I cried. I didn't want to go. I'd never left this small, isolated Alabama town surrounded by forests and farms and rivers. I'd never gone to sleep without Sook combing her fingers through my hair and kissing me good-night. Then, too, I was afraid of strangers, and my father was a stranger. I had seen him several times, but the memory was a haze; I had no idea what he was like. But, as Sook said: "It's the Lord's will. And who knows, Buddy, maybe you'll see snow.
"Snow! Until I could read myself, Sook read me many stories, and it seemed a lot of snow was in almost all of them. Drifting, dazzling fairytale flakes. It was something I dreamed about; something magical and mysterious that I wanted to see and feel and touch. Of course I never had, and neither had Sook; how could we, living in a hot place like Alabama? I don't know why she thought I would see snow in New Orleans, for New Orleans is even hotter. Never mind. She was just trying to give me courage to make the trip.
I had a new suit. It had a card pinned to the lapel with my name and address. That was in case I got lost. You see, I had to make the trip alone. By bus. Well, everybody thought I'd be safe with my tag. Everybody but me. I was scared to death; and angry. Furious at my father, this stranger, who was forcing me to leave home and be away from Sook at Christmastime.It was a four-hundred-mile trip, something like that. My first stop was in Mobile. I changed buses there, and rode along forever and forever through swampy lands and along seacoasts until we arrived in a loud city tinkling with trolley cars and packed with dangerous foreign-looking people.
That was New Orleans.
And suddenly, as I stepped off the bus, a man swept me in his arms, squeezed the breath out of me; he was laughing, he was crying—a tall, good-looking man, laughing and crying. He said: "Don't you know me? Don't you know your daddy?"I was speechless. I didn't say a word until at last, while we were riding along in a taxi, I asked: "Where is it?""Our house? It's not far—""Not the house. The snow.""What snow?""I thought there would be a lot of snow."He looked at me strangely, but laughed. "There never has been any snow in New Orleans. Not that I heard of. But listen. Hear that thunder? It's sure going to rain!"
I don't know what scared me most, the thunder, the sizzling zigzags of lightning that followed it—or my father. That night, when I went to bed, it was still raining. I said my prayers and prayed that I would soon be home with Sook. I didn't know how I could ever go to sleep without Sook to kiss me good-night. The fact was, I couldn't go to sleep, so I began to wonder what Santa Claus would bring me. I wanted a pearl-handled knife. And a big set of jigsaw puzzles. A cowboy hat with matching lasso. And a B.B. rifle to shoot sparrows. (Years later, when I did have a B.B. gun, I shot a mockingbird and a bobwhite, and I can never forget the regret I felt, the grief; I never killed another thing, and every fish I caught I threw back into the water.) And I wanted a box of crayons. And, most of all, a radio but I knew that was impossible: I didn't know ten people who had radios. Remember, this was the Depression, and in the Deep South houses furnished with radios or refrigerators were rare.
My father had both. He seemed to have everything—a car with a rumble seat, not to mention an old, pink pretty little house in the French Quarter with iron-lace balconies and a secret patio garden colored with flowers and cooled by a fountain shaped like a mermaid. He also had a half-dozen, I'd say full-dozen, lady friends. Like my mother, my father had not re-married; but they both had determined admirers and, willingly or not, eventually walked the path to the altar—in fact, my father walked it six times.
So you can see he must have had charm; and, indeed, he seemed to charm most people—everybody except me. That was because he embarrassed me so, always hauling me around to meet his friends, every­body from bis banker to the barber who shaved him every day. And, of course, all his lady friends. And the worst part: All the time he was hugging and kissing me and bragging about me. I felt so ashamed. First of all, there was nothing to brag about. I was a real country boy. I believed in Jesus, and faithfully said my prayers. I knew Santa Claus existed. And at home in Alabama, except to go to church, I never wore shoes; winter or summer.
It was pure torture, being pulled along the streets of New Orleans in those tightly laced, hot as hell, heavy as lead shoes. I don't know what was worse—the shoes or the food. Back home I was used to fried chicken and collard greens and butter beans and corn bread and other comforting things. But these New Or­leans restaurants! I will never forget my first oyster, it was like a bad dream sliding down my throat; decades passed before I swallowed another. As for all that spicy Creole cookery—just to think of it gave me heartburn. No sir, I hankered after biscuits right from the stove and milk fresh from the cows and homemade molasses straight from the bucket.
My poor father had no idea how miserable I was, partly because I never let him see it, certainly never told him; and partly because, despite my mother's protest, he had managed to get legal custody of me for this Christmas holiday.He would say: "Tell the truth. Don't you want to come and live here with me in New Orleans?"“I can’t”."What do you mean you can't?""I miss Sook. I miss Queenie; we have a little rat terrier, a funny little thing. But we both love her."He said: "Don't you love me?"I said: "Yes."
But the truth was, except for Sook and Queenie and a few cousins and a picture of my beautiful mother beside my bed, I had no real idea of what love meant.
I soon found out. The day before Christmas, as we were walking along Canal Street, I stopped dead still, mesmerized by a magical object that I saw in the window of a big toy store. It was a model airplane large enough to sit in and pedal like a bicycle. It was green and had a red propeller. I was convinced that if you pedaled fast enough it would take off and fly! Now wouldn't that be something! I could just see my cousins standing on the ground while I flew about among the clouds. Talk about green! I laughed; and laughed and laughed. It was the first thing I'd done that made my father look confident, even though he didn't know what I thought was so funny.That night I prayed that Santa Claus would bring me the airplane.
My father had already bought a Christmas tree, and we spent a great deal of time at the five 'n' dime picking out things to decorate it with. Then I made a mistake. I put a picture of my mother under the tree. The moment my father saw it he turned white and began to tremble. I didn't know what to do. But he did. He went to a cabinet and took out a tall glass and a bottle. I recognized the bottle because all my Alabama uncles had plenty just like it. Prohibition moonshine. He filled the tall glass and drank it with hardly a pause. After that, it was as though the picture had vanished.
And so I awaited Christmas Eve, and the always exciting advent of fat Santa. Of course, I had never seen a weighted, jangling, belly-swollen giant flop down a chimney and gaily dispense his largesse under a Christmas tree. My cousin Billy Bob, who was a mean little runt but had a brain like a fist made of iron, said it was a lot of hooey, there was no such creature.
"My foot!" he said. "Anybody would believe there was any Santa Claus would believe a mule was a horse." This quarrel took place in the tiny courthouse square. I said: "There is a Santa Claus because what he does is the Lord's will and whatever is the Lord's will is the truth." And Billy Bob, spitting on the ground, walked away: "Well, looks like we've got another preacher on our hands."
I always swore I'd never go to sleep on Christmas Eve, I wanted to hear the prancing dance of reindeer on the roof, and to be right there at the foot of the chimney to shake hands with Santa Claus. And on this particular Christmas Eve, nothing, it seemed to me, could be easier than staying awake.
My father's house had three floors and sevenrooms, several of them huge, especially the three leading to the patio garden: a parlor, a dining room and a "musical" room for those who liked to dance and play and deal cards. The two floors above were trimmed with lacy balconies whose dark green iron intricacies were delicately entwined with bougainvillea and rippling vines of scarlet spider orchids—a plant that resembles lizards flicking their red tongues. It was the kind of house best displayed by lacquered floors and some wicker here, some velvet there. It could have been mistaken for the house of a rich man; rather, it was the place of a man with an appetite for elegance. To a poor (but happy) barefoot boy from Alabama it was a mystery how he managed to satisfy that desire.
But it was no mystery to my mother, who, having graduated from college, was putting her magnolia delights to full use while struggling to find in New York a truly suitable fiancé who could afford Sutton Place apartments and sable coats. No, my father's resources were familiar to her, though she never mentioned the matter until many years later, long after she had acquired ropes of pearls to glisten around her sable-wrapped throat.She had come to visit me in a snobbish New En­gland boarding school (where my tuition was paid by her rich and generous husband), when something I said tossed her into a rage; she shouted:
"So you don't know how he lives so well? Charters yachts and cruises the Greek Islands? His wives! Think of the whole long string of them. All widows. All rich. Very rich. And all much older than he. Too old for any sane young man to marry. That's why you are his only child. And that's why I’ll never have another child — I was too young to have any babies, but he was a beast, he wrecked me, he ruined me — "Just a gigolo, everywhere I go, people stop and stare … Moon, moon over Miami … This is my first affair, so please be kind … Hey, mister, can you spare a dime? …
Just a gigolo, everywhere I go, people stop and stare …All the while she talked (and I tried not to listen, because by telling me my birth had destroyed her, she was destroying me), these tunes ran through my head, or tunes like them. They helped me not to hear her, and they reminded me of the strange haunting party my father had given in New Orleans that Christmas Eve.
The patio was filled with candles, and so were the three rooms leading off it. Most of the guests were gathered in the parlor, where a subdued fire in the fire-place made the Christmas tree glitter; but many others were dancing in the music room and the patio to music from a wind-up Victrola. After I had been introduced to the guests, and been made much of, I had been sent upstairs; but from the terrace outside my French-shuttered bedroom door, I could watch all the party, see all the couples dancing. I watched my father waltz a graceful lady around the pool that surrounded the mermaid fountain. She was graceful, and dressed in a wispy silver dress that shimmered in the candlelight; but she was old—at least ten years older than my fa­ther, who was then thirty-five.
I suddenly realized my father was by far the youngest person at his party. None of the ladies, charming as they were, were any younger than the willowy waltzer in the floating silver dress. It was the same with the men, so many of whom were smoking sweet-smelling Havana cigars; more than half of them were old enough to be my father's father.
Then I saw something that made me blink. My fa­ther and his agile partner had danced themselves into a niche shadowed by scarlet spider orchids; and they were embracing, kissing. I was so startled, I was so irate, I ran into my bedroom, jumped into bed and pulled the covers over my head. What would my nice-looking young father want with an old woman like that! And why didn't all those people downstairs go home so Santa Claus could come? I lay awake for hours listening to them leave, and when my father said good-bye for the last time, I heard him climb the stairs and open my door to peek at me; but I pretended to be asleep.
Several things occurred that kept me awake the whole night. First, the footfalls, the noise of my father running up and down the stairs, breathing heavily I had to see what he was up to. So I hid on the balcony among the bougainvillea. From there, I had a complete view of the parlor and the Christmas tree and the fire-place where a fire still palely burned. Moreover, I could see my father. He was crawling around under the tree arranging a pyramid of packages. Wrapped in purple paper, and red and gold and white and blue, they rustled as he moved them about. I felt dizzy, for what I saw forced me to reconsider everything. If these were presents intended for me, then obviously they had not been ordered by the Lord and delivered by Santa Claus; no, they were gifts bought and wrapped by my father. Which meant that my rotten little cousin Billy Bob and other rotten kids like him weren't lying when they taunted me and told me there was no Santa Claus. The worst thought was: Had Sook known the truth, and lied to me? No, Sook would never lie to me. She believed. It was just that—well, though she was sixty-something, in some ways she was at least as much of a child as I was.
I watched until my father had finished his chores and blown out the few candles that still burned. I waited until I was sure he was in bed and sound asleep. Then I crept downstairs to the parlor, which still reeked of gardenias and Havana cigars.
I sat there, thinking: Now I will have to be the one to tell Sook the truth. An anger, a weird malice was spiraling inside me: It was not directed towards my father, though he turned out to be its victim.
When the dawn came, I examined the tags attached to each of the packages. They all said: "For Buddy." All but one, which said: "For Evangeline." Evangeline was an elderly colored woman who drank Coca-Cola all day long and weighed three hundred pounds; she was my father's housekeeper—she also mothered him.
I decided to open the packages: It was Christmas morning, I was awake, so why not? I won't bother to describe what was inside them: just shirts and sweaters and dull stuff like that. The only thing I appreciated was a quite snazzy cap-pistol. Somehow I got the idea it would be fun to waken my father by firing it.So I did. Bang. Bang. Bang. He raced out of his room, wild-eyed.Bang. Bang. Bang.
"Buddy—what the hell do you think you're doing?"Bang. Bang. Bang."Stop that!"I laughed. "Look, Daddy. Look at all the wonderful things Santa Claus brought me."Calm now, he walked into the parlor and hugged me. "You like what Santa Claus brought you?"I smiled at him. He smiled at me. There was a tender lingering moment, shattered when I said: "Yes. But what are you going to give me, Daddy?"
His smile evaporated. His eyes narrowed suspiciously—you could see that he thought I was pulling some kind of stunt. But then he blushed, as though he was ashamed to be thinking what he was thinking. He patted my head, and coughed and said: "Well, I thought I'd wait and let you pick out something you wanted. Is there anything particular you want?"
I reminded him of the airplane we had seen in the toy store on Canal Street. His face sagged. Oh, yes, he remembered the airplane and how expensive it was. Nevertheless, the next day I was sitting in that airplane dreaming I was zooming toward heaven while my father wrote out a check for a happy salesman. There had been some argument about shipping the plane to Alabama, but I was adamant—I insisted it should go with me on the bus that I was taking at two o'clock that afternoon. The salesman settled it by calling the bus Company, who said that they could handle the matter easily.
But I wasn't free of New Orleans yet. The problem was a large silver flask of moonshine; maybe it was be-cause of my departure, but anyway my father had been swilling it all day, and on the way to the bus station, he scared me by grabbing my wrist and harshly whispering: "I'm not going to let you go. I can't let you go back to that crazy family in that crazy old house. Just look at what they've done to you. A boy six, almost seven, talking about Santa Claus! It's all their fault, all those sour old spinsters with their Bibles and their knitting needles, those drunken uncles. Listen to me, Buddy. There is no God! There is no Santa Claus." He was squeezing my wrist so hard that it ached.
"Sometimes, oh, God, I think your mother and I, the both of us, we ought to kill ourselves to have let this happen—" (He never killed himself, but my mother did: She walked down the Seconal road thirty years ago.) "Kiss me. Please. Please. Kiss me. Tell your daddy that you love him." But I couldn't speak. I was terrified I was going to miss my bus. And I was worried about my plane, which was strapped to the top of the taxi. "Say it: 'I love you.' Say it. Please. Buddy. Say it."
It was lucky for me that our taxi-driver was a good-hearted man. Because if it hadn't been for his help, and the help of some efficient porters and a friendly policeman, I don't know what would have happened when we reached the station. My father was so wobbly he could hardly walk, but the policeman talked to him, quieted him down, helped him to stand straight, and the taxi-man promised to take him safely home. But my father would not leave until he had seen the porters put me on the bus.
Once I was on the bus, I crouched in a seat and shut my eyes. I felt the strangest pain. A crushing pain that hurt everywhere. I thought if I took off my heavy city shoes, those crucifying monsters, the agony would ease. I took them off, but the mysterious pain did not leave me. In a way it never has; never will.
Twelve hours later I was home in bed. The room was dark. Sook was sitting beside me, rocking in a rocking chair, a sound as soothing as ocean waves. I had tried to tell her everything that had happened, and only stopped when I was hoarse as a howling dog. She stroked her fingers through my hair, and said:
"Of course there is a Santa Claus. It's just that no single somebody could do all he has to do. So the Lord has spread the task among us all. That's why everybody is Santa Claus. I am. You are. Even your cousin Billy Bob. Now go to sleep. Count stars. Think of the quietest thing. Like snow. I'm sorry you didn't get to see any. But now snow is falling through the stars—"
Stars sparkled, snow whirled inside my head; the last thing I remembered was the peaceful voice of the Lord telling me something I must do. And the next day I did it. I went with Sook to the post office and bought a penny postcard. That same postcard exists today. It was found in my father's safety deposit box when he died last year. Here is what I had written him: Hello pop hope you are well I am and I am lurning to pedel my plain so fast I will soon be in the sky so keep your eyes open and yes I love you Buddy.

León Felipe. De versos y oraciones del caminante- Obuaro 84

De versos y oraciones del caminante-León Felipe

Qué día tan largo...
y qué camino tan áspero...
qué largo es todo,
qué largo...
qué largo es todo
y qué áspero!
En el cielo está clavado
el sol, irancundo y alto;
la tierra es toda llanura...llanura...toda llanura...
y en la llanura...ni un árbol.
Voy tan cansando
que pienso en una sombra cualquiera.
Quiero descanso... descanso...sólo descanso...
¡dormir!...Y lo mismo me da ya
bajo un ciprés que bajo un álamo
.....

¡Qué pena si esta vida tuviera-esta vida nuestra-
mil años de existencia!...
¿Quién la haría hasta el final llevadera?
¿Quién la soportaría toda sin protestas?

¡Qué pena, qué pena, qué pena
que sea así todo siempre,
siempre de la misma manera!

Antonio Pereira. Meteoros - Obuaro 59

No es tu mejor amigo quien regresa en la noche
y te trae pensamientos oscuros,
el perseguido por papeles de oficio,
el maniático insomne que comprueba las contras
y ve desde tu cama el crespón de la duda.
Apártalo aunque lleve el grosor de tus gafas
y por mucho que tosa aire de tus pulmones.
Lleva tus mismos trajes. Usa tu propio nombre.
Ése no te conviene.

Wishes- Obuaro 68


César Vallejo. Y si después de tantas palabras- Obuaro 67

¡Y si después de tantas palabras...¡ -César Vallejo

Y si después de tántas palabras,
no sobrevive la palabra !
¡Si después de las alas de los pájaros,
no sobrevive el pájaro !
¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo y acabemos!

¡Haber nacido para vivir de nuestra muerte!
¡Levantarse del cielo hasta la tierra
por sus propios desastres
y espiar el momento de apagar con su sombra su tiniebla!
¡ Más valdría, francamente,
que se lo coman todo y qué más da!...

¡Y si después de tánta historia, sucumbimos,
no ya de eternidad,
sino de esas cosas sencillas, como estar
en la casa o ponerse a cavilar!
¡Y si luego encontramos,
de buenas a primeras, que vivimos,
a juzgar por la altura de los astros,
por el peine y las manchas del pañuelo!
¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo, desde luego!

Se dirá que tenemos
en uno de los ojos mucha pena
y también en el otro, mucha pena
y en los dos, cuando miran, mucha pena...
Entonces...¡Claro!...Entonces...¡ni palabra!.

"Coffee Shop" Booth. París Texas- Obuaro 61



"Coffee Shop" Booth - Interior evening

Once again, Travis is sitting in one of the peepshow booths in front of the mirror that becomes a window as Jane comes through the door and switches on the light. This room is decorated like an American coffee shop. Today, Jane is wearing a short black dress. She seems to be in the same happy mood she was the day before.
JANE-Howdy.
TRAVIS-Howdy.Jane sits down on the bar stool next to the "counter".
TRAVIS-Can I tell you something?
JANE-Sure. Anything you like.
TRAVIS-It's kind of a long story.
JANE-I got plenty of time.Jane may possibly have recognized the voice of yesterday's visitor, but she doesn't show it. Travis takes his chair and turns it around so that he is sitting with his back to the window. Jane, of course, is not aware of this. Now neither of them can see the other.
TRAVIS-I knew these people...
JANE-What people?
TRAVIS-These two people. They were in love with each other. The girl was... very young, about seventeen or eighteen, I guess. And the guy was... quite a bit older. He was kind of raggedy and wild. And she was very beautiful, you know?
JANE-Yeah.
TRAVIS-And together, they turned everything into a kind of adventure, and she liked that. Just an ordinary trip down to the grocery store was full of adventure. They were always laughing at stupid things. He liked to make her laugh. And they didn't much care for anything else because all they wanted to do was to be with each other. They were always together.
JANE-Sounds like they were very happy.
TRAVIS-Yes, they were. They were real happy. And he... he loved her more than he ever felt possible. He couldn't stand being away from her during the day when he went to work... so he'd quit. Just to be at home with her. Then he'd get another job when the money ran out, and then he'd quit again. But pretty soon, she started to worry.
JANE-About what?
TRAVIS-Money, I guess. Not having enough. Not knowing when the next check was coming in.
JANE-I know that feeling.
TRAVIS-So he started to get kind of... torn inside.
JANE-How do you mean?
TRAVIS-Well, he knew he had to work to support her, but he couldn't stand being away from her, either.
JANE-I see.
TRAVIS-And the more he was away from her, the crazier he got. Except now, he went really crazy. He started imagining all kinds of things.
JANE-Like what?
TRAVIS-He started thinking that she was seeing other men on the sly. He'd come home from work and accuse her of spending the day with somebody else. Then he'd yell at her and start smashing things in the trailer.
Jane is suddenly very startled. Perhaps, deep down, she knew all along that it was Travis who was talking to her. But now she is sure.
JANE-The trailer?
There is a long pause in the conversation. Travis is also not sure whether he hasn't betrayed himself, and whether he can continue to tell the story in the same way.
TRAVIS-Yes, they were living in a trailer home.
Jane allows him to preserve his anonymity.
JANE-Excuse me, sir, but were you in to visit me the other day? I don't mean to pry.
TRAVIS-No.
JANE-Oh, I thought I recognized your voice for a minute.
TRAVIS-No, it wasn't me.
JANE-Uhm. Please go on.
She plays her part well. Travis smiles.
TRAVIS-Anyway, he started to drink real badly. And he'd stay out late to test her.
JANE-What do you mean, "test her" ?
TRAVIS-To see if she'd get jealous.
Jane has to laugh at that.
JANE-Huh! Uhuh.
TRAVIS-He wanted her to get jealous, but she didn't. She was just worried about him, but that got him even madder.
JANE-Why?
TRAVIS-Because he thought that, if she'd never get jealous of him, she didn't really care about him. Jealousy was a sign of her love for him. And then, one night... one night, she told him she was pregnant. She was about three or four months pregnant, and he didn't even know. And then, suddenly, everything changed. He stopped drinking and got a steady job. He was convinced that she loved him now because she was carrying his child. And he was going to dedicate himself to making a home for her. But then a funny thing started to happen.
JANE-What?
TRAVIS-He didn't even notice it at first. She started to change. From the day the baby was born, she began to get irritated with everything around her. She got mad at everything. Even the baby seemed to be an injustice to her. He kept trying to make everything all right for her. Buy her things. Take her out to dinner once a week. But nothing seemed to satisfy her. For two years he struggled to pull them back together like they were when they first met, but finally he knew that it was never going to work out. So he hit the bottle again. But this time it got... mean. This time, when he came home late at night, drunk, she wasn't worried about him, or jealous, she was just enraged. She accused him of holding her captive by making her have a baby. She told him that she dreamed about escaping. That was all she dreamed about: escape. She saw herself at night running naked down a highway, running across fields, running down riverbeds, always running. And always, just when she was about to get away, he'd be there. He would stop her somehow. He would just appear and stop her. And when she told him these dreams, he believed them. He knew she had to be stopped or she'd leave him forever. So he needs a cow bell to her ankle so he could hear her at night if she tried to get out of bed. But she learned how to muffle the bell by stuffing a sock into it, and inching her way out of the bed and into the night. He caught her one night when the sock fell out and he heard her trying to run to the highway. He caught her and dragged her back to the trailer, and tied her to the stove with his belt.
During the course of his story, Jane cries. The tears roll down her face.
TRAVIS-He just left her there and went back to bed and lay there listening to her scream. And he listened to his son scream, and he was surprised at himself because he didn't feel anything anymore. All he wanted to do was sleep. And for the first time, he wished he were far away. Lost in a deep, vast country where nobody knew him. Somewhere without language or streets. He dreamed about this place without knowing its name. And when he woke up, he was on fire. There were blue flames burning the sheets of his bed. He ran through the flames toward the only two people he loved.... but they were gone. His arms were burning, and he threw himself outside and rolled on the wet ground. Then he ran. He never looked back at the fire. He just ran. He ran until the sun came up and he couldn't run any further. And when the sun went down, he ran again. For five days he ran like this until every sign of man had disappeared.
Jane slowly sits up, wipes the tears from her face, then stands up and walks over to the mirror. She kneels down in front of it and places her hands on the glass.
JANE-Travis?
Right until the end, Travis had been speaking with his back to the window. Now, as he hears his name, he turns around to Jane who is right in front of him with her face pressed against the glass. He shifts his chair so that they are face to face. His features are reflected in hers.
TRAVIS-If you turn off the light in there, will you be able to see me?
JANE-I don't know. I never tried.
She gets up, walks to the door and switches off the light. Travis turns the table lamp so that it shines directly on his face. It works: the mirror reverses, and now Jane can see him, while Travis can only see himself. Jane kneels down in front of her window again.
TRAVIS-Can you see me?
JANE-Yes.
TRAVIS-Do you recognize me?
JANE-Oh, Travis.
TRAVIS-I brought Hunter with me...
Jane leans back, stunned. She is at a loss for words.
TRAVIS-Don't you want to see him ?
JANE-I wanted to see him so bad that I didn't even dare imagine him anymore. Anne kept sending me pictures of him until I asked her to stop. I couldn't stand the pain of seeing him grow up and missing it.
TRAVIS-Why didn't you keep him with you, Jane?
JANE-I couldn't, Travis. I didn't have what I knew he needed. And I didn't want to use him to fill up all my emptiness.
TRAVIS-Well, he needs you now, Jane. And he wants to see you.
JANE-He does?
TRAVIS-Yes. He's waiting for you.
JANE-Where?
TRAVIS-Downtown. In a hotel, The Meridian. Room 1520... 1520.
He starts to replace the receiver. Startled, Jane gets to her feet.
JANE-You're not going, are you? She pounds against the window with both fists.
Travis raises the receiver again. A long pause follows.
TRAVIS-I can't see you, Jane.
JANE-Don't go yet. Don't go yet!
She picks up the little loudspeaker from which Travis' voice emerges, and sits down with her back to the window like Travis did before.
JANE-I... I used to make long speeches to you after you left. I used to talk to you all the time, even though I was alone. I walked around for months talking to you. Now I don't know what to say. It was easier when I just imagined you. I even imagined you talking back to me. We'd have long conversations, the two of us. lt was almost like you were there. I could hear you, I could see you, smell you. I could hear your voice. Sometimes your voice would wake me up. It would wake me up in the middle of the night, just like you were in the room with me. Then... it slowly faded. I couldn't picture you anymore. I tried to talk out loud to you like I used to, but there was nothing there. I couldn't hear you. Then... I just gave it up. Everything stopped. You just... disappeared. And now I'm working here. I hear your voice all the time. Every man has your voice.
TRAVIS-l'll tell Hunter that you're coming.
JANE-Travis?
TRAVIS-What?
JANE-l'll be there.
TRAVIS-Good.
JANE-Meridian Hotel?
TRAVIS-Yeah. Room 1520.He hangs up the receiver - this time for good - and leaves quickly. Jane remains seated for a long time with her head resting on the loudspeaker. Then she gets up, switches the light back on, and leaves the room. Only the mirror remains.