El mundo se convierte en lo que es: una fiesta salvaje en la que el fuego
es un precio que acepto por las veces en las que igual que un sol brilló mi vida,
pues solo brilla así lo que se quema.
(Vicente Gallego).
Laura ante el espejo del dormitorio se atusaba su media melena luciendo sus mejores galas cuando Germán abría la puerta de la calle con ese ademán cansino propio de los viernes por la tarde.
Aquella noche tenían una cena con sus viejos y antiguos amigos, otrora de cada uno, hoy ya comunes. Era la cena mensual, esa “ ineludible” cita en a la que solían asistir una vez al mes, pero ya hacía tres meses que el trabajo, los hijos, las dietas, el cumpleaños de la suegra, los achaques de la edad, y el hígado de Germán, se lo habían impedido.
Él, en contra de los consejos del que llamaba el Dr. Infierno se sirvió una cervecita, mientras esperaba que Laura se cambiara por tercera vez de vestido en un vano intento por disimular el prominente vientre que decía no saber por qué, había echado.
El ritual previo a estas cenas desencadenaba una serie de reacciones ataque contraataque entre ambos que parecían no poder o bien no querer evitar, jugando como los niños que ya no eran. Germán se quejaba de que siempre se celebraran las dichosas cenitas los viernes porque él estaba cansado del trabajo. Los otros podían quedar sin problema los viernes porque no daban un palo al agua, pero él... Parecía, por sus afirmaciones ser la única persona que trabajaba, y que además lo hacía duro y bien, y no había más que decir.
Laura repetía que ella trabajaba fuera y en casa y que se encargaba de los niños, porque tener hijos no era solo traerlos al mundo como pensaban algunos. Asumía ese papel de mujer liberada de tertulia radiofónica que impedía (paradoja esta) cualquier tipo de réplica posterior.
Cierto es, que en el fondo, ambos experimentaban la sensación de que la cita era inevitablemente agradable, una de las rutinas menos tediosas de su vida cotidiana. Buenos amigos y tiempo para compartir la antigua alegría de estar juntos. Todo en un intento de engañar a la desilusión.
El primer impacto del encuentro siempre era duro. Los saludos de rigor, el qué tal los niños, el frío o el calor, y el maldito tráfico. Esas miradas que buscaban complacientes una cana o una incipiente calvicie en el amigo; las arrugas de al comisura de los labios, o la flacidez de la parte superior del brazo de la amiga. Superados estos primeros momentos de tensión, se rompía definitivamente el hielo, la atmósfera se relajaba y fluía naturalmente el segundero del tiempo. Se dejaban ir, y les embargaba ese sentimiento de camaradería en el que las barreras descienden lentamente, pero sin remedio. En el que la arruga, si bien no es bella, le da a uno mucha personalidad, los kilos de más le dan cierta tersura a la piel y hasta se adivina un bonito perfil de cabeza entre nubes y claros del escaso pelo.
Una vez sentados y con esa botella de buen vino como testigo, el ritual se iniciaba con ese brindis en que levantaban sus copas por la cándida adolescencia evocando con sus miradas memorias que no eran ni muchos menos de África. Era el brindis que Germán, buen aficionado al cine, había pronunciado en esa primera cena por los viejos tiempos, haría de eso ya casi cinco años.
Laura iniciaba la conversación con unos de esos temas de actualidad propio de una persona de su tiempo, con criterio, y bien informada. La tasa de paro, los tipos de interés, la progresiva globalización, y las tensiones inflacionistas que disparan los precios reduciendo considerablemente el poder adquisitivo del contribuyente.
A continuación, llegaba el turno de quejas contra el mundo, ese que no les comprendía y las excluía de sus planes sin su permiso. Ahí, Germán tomaba el relevo para recordarles irónicamente que para ellos el mundo no era mas grande que la mesa alrededor de la cual estaban sentados, que no tenían ningún derecho a quejarse, y que no tendrían vergüenza si lo hicieran. Sería un ejercicio de autocomplacencia con el que solo pretendían escabullirse de ser uno mas en la corte de súbditos traviesos que buscan desde su ira terrible ser adulados y sentirse a la vez bien con ellos mismos. Una gran burla, una gran mascarada.
Laura intervenía entonces abandonando el tono de reproche para combinar con éxito el chiste casi soez, la palabra malsonante y el humor grueso con los grandes ideales por la libertad y la justicia a lo Simón Bolívar, como cuando niña, más bella que nunca, intentando inútilmente arar en el mar. Criticaba con ingenio y habilidad, como solo ella sabía, ante la mirada de aprobación de Germán acontecimientos familiares cotidianos y problemas sexuales del común de las parejas. Solo ella, y el insigne Woody Allen eran capaces de teñir de cierta ternura y encanto hechos tan rutinariamente vulgares.
La realidad se fragmentaba, no importaba. La nostalgia se colaba sin invitación ocupando la cabecera de la mesa. Ella era la anfitriona a la que llenaban una y otra vez la copa. Los recuerdos cambiaban y Germán se convertía, narrado por el mismo, en un perfecto Calibán, una mezcla de D. Juan y patán conquistador que las mataba solo con la mirada. Y Laura sonreía porque allí sentada le veía defensor de la vida, rebelde, arriesgado, como cuando niño, más alto que nunca. Solo él y posiblemente Gregory Peck en el Manantial sabían culminar tan histriónica escena con ese gran beso final.
Entre risas exageraban sus conquistas, sus aventuras, sus flirteos. Rescataban sus olvidados orgasmos. Ante tanta euforia Laura instintivamente destapaba discretamente sus hombros para lucir lo oculto de su insinuante cuerpo, y Germán destapaba ostensiblemente su boca para lucir lo oculto de su generosa alma. Y a todos, les acudía al estómago esa dulce congoja mezcla de sólido, líquido y gaseoso, ese cisne negro de Kant, que era la amistad.
Y así, transformaban las derrotas en victorias, tantas victorias como sonrisas, tantas victorias como sorbos daban a sus bonitas copas, tantas como propósitos de rearme en el círculo de flotación de sus maltrechas almas.
Y el concierto subía de tono. Cada uno hacía sonar su instrumento como el mejor maestro en estado de gracia. Y sonaban, y hacían esa música de la cándida adolescencia golpeando con sus cubiertos las copas a la manera que les enseñara Fofó en “Había una vez un circo..”. Y la virtuosidad de sus sueños incumplidos e imposibles les unía más de lo que está unida la muerte al porvenir de cada hombre. Nada, desveladas ya sus fortalezas y debilidades, nada, podría separarles, sin romperlos.
Renacía el orgullo entre ellos, planeaban fines de semana, retaban al tiempo, desafiaban al espacio, prometían que nunca faltarían a la cita; ni niños, ni trabajo, ni suegras, ni dietas, ni el hígado de Germán, que había prometido que se lo tomaría por fin en serio. Levantaban sus ánimos y acababan con las defensas completamente rotas. Terminaban cantando, sin el más mínimo pudor en un karaoke de barrio cualquier rancia ranchera a dúo con Rocío Durcal; ó imitando a Fred y Ginger, o a Travolta moviendo los pies con la ligereza de Aquiles y elevándose por los aires con la facilidad de Jordan. A ratos, bailaban agarrando a la vida por los pelos en un esfuerzo por hacerle el boca a boca para que no les dejara, para que aunque solo fuera por ese momento les permitiera morder algo más que el polvo.
El ascenso les seducía como antes lo hiciera el descenso. Porque había algo de atracción en el vértigo que conducía al vacío de la esperanza. Quizá no era más que un nuevo despertar, no menos, que el reverso de la desesperanza.
Y al final de la noche, Germán y Laura, sin saber cómo, acababan sentados uno al lado del otro, exultantes, pensando que habían vencido al destino y su triunfo era el de estar juntos y junto a sus amigos aquellas noches mensuales de los viernes.
De regreso a casa, ella conducía lentamente mientras él, como un prestidigitador se sacaba de la manga una copa y farfullaba brindando una y otra vez con el retrovisor por la cándida adolescencia y los paraísos perdidos y nuevamente encontrados.
Laura se quitaba las medias, evitando el espejo del dormitorio, deslucida por sus mejores ojeras. Germán, a duras penas, abría el embozo de la cama y abrazando su copa le decía que la quería, que nunca había dejado de quererla, como cada viernes por la noche cuando regresaban de la cena con sus amigos. Como algún que otro sábado. Fruto de sus cándidos sueños... adolescentes.
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