Espejo- Luis Mateo Díez
Lo primero que hace cada mañana es mirarse al espejo, y lo que habitualmente descubre es el rostro que le devuelve una lejanía en la que el tiempo va ganando la partida. No es un gesto de desánimo, nada que dramatice el acto de levantarse para iniciar la jornada, casi resulta un gesto de complacencia, ya que en el reconocimiento se alberga la expectativa de vivir y, más allá de las desgracias que asedian y las penas patrimoniales del sufrimiento y la desdicha, propias de la condición de quien se mira y se reconoce, hay una voluntad de vividor que no se resigna, y la consecuente esperanza de un día llevadero. Pero también, cuando a veces se mira en el espejo, no es el rostro lo que devuelve la lejanía de esa edad o ese tiempo en que pierde la partida, sino voces, palabras, que conciertan el interior de su condición o, a lo mejor sería más exacto decir, de su identidad. Palabras más o menos borrosas en el cristal empañado con que comienza el día. Palabras numerosas que normalmente no se repiten pero que nunca son casuales y entre las que podría elegir algunas que fundamentan un retrato bastante preciso. Las mira, las pronuncia como si pronunciase su nombre, algunas veces inquieto, otras somnoliento. Lo poco que sabe de sí mismo lo aprendió cuando las recuerda.