17 mar 2007

Reloj de la Puerta del Sol. 12/12/2006- Obuaro 81


Year: A period of three hundred and sixty-five disappointments( Bierce Ambrose. The devil´s Dictionary )

Julia Uceda. La Caída- Obuaro 69

La Caída-Julia Uceda

Hay que ir demoliendo,
poco a poco,la sombra
que vemos. Que nos dieron.
Que nos dijeron: «eres».
Hay que apretar las sienes
entre los dedos. Hay
que asentir a ese punto
-comienzo, duda o hueco-
que yace dentro.

Y es preciso
que en una noche todo arda
-el «eres», el «seremos»-
y un terror polvoriento
nos muestre su estructura.
Es urgente bajarse
de los dioses. Tomar
el fuego entre las manos.
Destruir esos «yo» que nos presentan
una hilera de sombras agotadas.
Y dejarse caer sobre el principio
de la vida. O del sueño.
Ser solamente vida
presente. Sin recuerdo
de ayer ni de mañana.

de Extraña juventud, 1962

Truman Capote. Una Navidad- Obuaro 75

Una Navidad- Truman Capote

Primero, un breve preámbulo autobiográfico. Mi madre, mujer excepcionalmente inteligente, era la chica más guapa de Alabama. Todo el mundo lo decía, y era verdad. A los dieciséis años se casó con un hombre de negocios de veintiocho que provenía de una buena familia de Nueva Orleans. El matrimonio duró un año. Ella era demasiado joven tanto para ser madre como para ser esposa; era además demasiado ambiciosa: quería ir a la universidad para tener una carrera. De modo que dejó a su marido; y, por lo que a mí se refiere, me puso al cuidado de su numerosa familia de Alabama.
Durante años, rara vez vi a ninguno de mis padres. Mi padre tenía asuntos en Nueva Orleans, y mi madre, tras graduarse, empezaba a abrirse camino por sí misma en Nueva York. En lo que a mí me concernía, ésta no era una situación desagradable. Era feliz donde me hallaba. Tenía a muchos parientes amables conmigo, tías y tíos y primos y, especialmente, "a una" prima ya mayor, con el pelo canoso, una mujer ligeramente tullida llamada Sook. Miss Sook Faulk. Tenía otros amigos, pero ella era, con mucho, mi mejor amiga. Fue Sook quien me habló de Papá Noel, de su barba abundante, su traje rojo y su ruidoso trineo cargado de regalos, y yo la creí, del mismo modo que creía que todo era voluntad de Dios, o del Señor, como siempre le llamó Sook. Si tropezaba, o me caía del caballo, o pescaba un gran pez en el riachuelo, bueno, para bien o para mal, todo era por voluntad del Señor. Y eso fue lo que dijo Sook al recibir las alarmantes noticias de Nueva Orleans: mi padre quería que yo fuera a pasar con él la Navidad.
Lloré. No quería ir. Nunca había salido de aquella aislada y pequeña ciudad de Alabama, rodeada de bosques, granjas y ríos. Jamás me acostaba sin que Sook me peinara el pelo con los dedos y me besara para darme las buenas noches. Además, me asustaban los extraños, y mi padre era un extraño. A pesar de haberlo visto varias veces, su imagen se confundía en mi memoria; ignoraba qué aspecto tenía. Pero como decía Sook: "Es la voluntad del Señor. Y, quién sabe, Buddy, quizás hasta veas la nieve".
¡Nieve! Hasta que aprendí a leer por mí mismo, Sook me leyó muchos cuentos, y parecía haber cantidad de nieve en la mayoría de ellos. Deslumbrantes copos de ensueño deslizándose por los aires. Era algo con lo que soñaba; algo mágico y misterioso que deseaba ver y sentir y tocar. Por supuesto, ni Sook ni yo nunca lo habíamos hecho; ¿cómo habríamos podido hacerlo viviendo en un lugar tan caluroso como Alabama? No sé cómo pudo pensar que yo vería nieve en Nueva Orleans, ya que Nueva Orleans es aún más calurosa. Pero qué más da. Intentaba infundirme coraje para emprender el viaje.
Me dieron un traje nuevo. Me colgaron en la solapa una tarjeta con mi nombre y mi dirección. Eso, por si me perdía. El caso es que iba a hacer el viaje solo. En autobús. En fin, todos pensaron que estaría a salvo con mi tarjeta. Todos, excepto yo. Estaba asustado; enfadado. Furioso con mi padre, ese extraño, que me forzaba a abandonar mi casa y a separarme de Sook por Navidad.Se trataba de un viaje de más de setecientos kilómetros, poco más o menos. Mi primera parada fue Mobile. Allí, cambié de autobús, y viajé horas y horas por tierras pantanosas a lo largo de la costa hasta llegar a una ciudad ruidosa, con tranvías tintineantes y mucha gente peligrosa con pinta extranjera.
Era Nueva Orleans.
Y, de pronto, al bajar del autobús, un hombre me rodeó con sus brazos y me exprimió la respiración; reía y lloraba; un hombre alto y apuesto, riendo y llorando. Dijo:-¿No me conoces? ¿No conoces a tu padre?Yo había enmudecido. No dije una sola palabra hasta que, al fin, mientras íbamos ya en un taxi, le pregunté:-¿Dónde está?-¿La casa? No muy lejos.-No, la casa no. La nieve.-¿Qué nieve?-Creía que habría un montón de nieve.Me miró con extrañeza, pero acabó por reír.-Nunca ha nevado en Nueva Orleans. Al menos que yo sepa. Pero escucha: ¿oyes ese trueno? Seguro que va a llover.
No sé qué es lo que más me asustaba, si el trueno, los fulminantes rayos que lo seguían, o mi padre. Aquella noche, al acostarme, seguía lloviendo. Recité mis oraciones y recé para estar pronto de vuelta en casa con Sook. No sabía cómo iba a poder dormirme sin que ella me diera el beso de las buenas noches. Lo cierto es que no conseguía dormirme, de modo que me puse a pensar en lo que iba a traerme Papá Noel. Quería un cuchillo con el mango de nácar. Y un gran rompecabezas. Un sombrero de cowboy con un lazo de rodeo. Un rifle BB para matar gorriones. (Años más tarde, tuve una escopeta BB con la que maté un sinsonte y un mirlo, y jamás he podido olvidar cuánto lo sentí y cuánta pena me dio; nunca volví a matar otra cosa, y todos los peces que pesqué los devolví al agua). También quería una caja de lápices. Y, más que cualquier otra cosa, una radio, pero sabía que era imposible: no conocía ni a diez personas que tuvieran radio. Recordarán que era la época de la Depresión, y en el Profundo Sur eran escasas las casas que tenían radio o refrigerador.
Mi padre tenía las dos cosas. Parecía tenerlo todo: un coche con el asiento trasero descubierto, por no hablar de una casita color rosa en el Barrio Francés, con balcones de hierro forjado y un patio interior ajardinado, lleno de flores y refrescado por una fuente en forma de sirena. También tenía media docena, por no decir toda una docena, de amigas. Al igual que mi madre, mi padre no había vuelto a casarse; pero los dos tenían admiradores asiduos, y, quisiéranlo o no, antes o después recorrieron el camino del altar; en realidad, mi padre lo recorrió seis veces.
Pueden, pues, comprobar que tenía un gran encanto; y, de hecho, parecía seducir a la mayoría de la gente, a todos menos a mí. Eso era lo que me azaraba tanto, siempre arrastrándome de aquí para allá para que conociera a sus amigos, a todos, desde el banquero hasta el barbero que le afeitaba cada día. Y, naturalmente, a todas sus amigas. Y lo que es peor: se pasaba el tiempo besándome, achuchándome y presumiendo de mí. ¡Me sentía tan avergonzado! Primero, no había nada de qué presumir. Yo era un auténtico chico de campo. Creía en Jesús y rezaba concienzudamente mis oraciones. Estaba convencido de que existía Papá Noel. Y, en mi casa de Alabama, excepto para ir a la iglesia, nunca llevaba zapatos, ni en invierno ni en verano.
Era una auténtica tortura ser arrastrado por las calles de Nueva Orleans dentro de aquellos zapatos fuertemente atados, calientes como el infierno, tan pesados como el plomo. No sé qué era peor, si los zapatos o la comida. En mi casa estaba acostumbrado al pollo a la parrilla, a las verduras estofadas, a las judías con mantequilla, a pan de maíz y a otras cosas reconfortantes. ¡Pero esos restaurantes de Nueva Orleans! Nunca olvidaré mi primera ostra, era como un mal sueño deslizándose por mi garganta; tuvieron que transcurrir décadas antes de que volviera a tragar otra. En cuanto a toda esa comida criolla cargada de especias, sólo pensarlo me da acidez. No señor, yo añoraba las galletas recién sacadas del horno, la leche fresca de vaca y la melaza casera.
Mi pobre padre no tenía ni idea de cuán desgraciado era yo, en parte porque nunca dejé que lo notara ni porque jamás se lo dije; en parte porque, aunque mi madre protestara, él se las había ingeniado para conseguir mi custodia legal durante las vacaciones de Navidad.
Me decía:-Di la verdad, ¿no quieres venir a vivir aquí conmigo, en Nueva Orleans?-No puedo.-¿Qué significa que no puedes?-Añoro a Sook. Añoro a Queenie; tenemos un conejito de Indias muy divertido. Lo queremos mucho.Dijo mi padre:-¿Es que a mí no me quieres?Dije yo:-Sí.
Pero la verdad es que, a excepción de Sook y de Queenie y de unos pocos primos y de un retrato de mi hermosa madre al lado de la cama, no tenía una idea muy clara de lo que significaba querer.
Pronto lo descubrí. La víspera de Navidad, mientras caminábamos por Canal Street, me paré en seco, extasiado ante un objeto mágico que vi en el escaparate de una gran tienda de juguetes. Era la maqueta de un avión lo bastante grande como para sentarse dentro y pedalear como en una bicicleta. Era verde y tenía una hélice roja. Estaba convencido de que, si pedaleaba con la suficiente energía, ¡el avión despegaría y levantaría el vuelo! ¡Habría sido en todo caso fantástico! Ya podía ver a mis primos allí abajo mientras yo volaba por entre las nubes. ¡Ver para creer! Reí; reí y reí. Fue la primera vez que mi padre pareció sentirse a gusto conmigo, aunque no sabía qué me había parecido tan divertido. Aquella noche recé para que Papá Noel me trajera el avión. Mi padre había comprado ya un árbol de Navidad, y estuvimos un montón de tiempo en un supermercado eligiendo cosas para adornarlo. Entonces cometí un error. Coloqué un retrato de mi madre bajo el árbol. En el momento en que mi padre lo vio, se puso pálido y empezó a temblar. Yo no sabía qué hacer. Pero él sí. Fue hacia un armario y sacó de él una botella y un vaso largo. Reconocí la botella porque todos mis tíos de Alabama tenían muchas exactamente iguales. ¡Puro Moonshine, licor destilado ilegalmente durante la Prohibición! Llenó el vaso y se lo bebió de un trago. Hecho esto, fue como si el retrato se hubiera desvanecido.
Esperé, pues, la Nochebuena y el siempre excitante advenimiento del orondo Papá Noel. Por supuesto, jamás había visto ese pesado y ruidoso gigante con la panza hinchada dejarse caer por la chimenea y exhibir alegremente su generosidad bajo un árbol de Navidad. Mi primo Billy Bob, que era un miserable enanito, pero que tenía un cerebro como un puño de hierro, afirmaba que todo eso era una tontería, que no existía semejante criatura.
-¡Vaya! -dijo-. Creer que un Papá Noel existe es como creer que una mula es un caballo.Esta disputa tenía lugar en la plaza del pequeño juzgado. Le contesté:-Existe un Papá Noel porque lo que hace es voluntad del Señor, y todo lo que es voluntad del Señor es verdad.Y, escupiendo en el suelo, Billy Bob se alejó:-¡Bueno, al parecer, tenemos a otro predicador entre nosotros!
Siempre me hacía a mí mismo la promesa de no dormir en Nochebuena, quería oír el baile saltarín del reno en el tejado y quedarme allí, al pie de la chimenea, esperando a Papá Noel para saludarle. Y, en aquella Nochebuena en particular, nada me parecía más fácil que permanecer despierto.
La casa de mi padre tenía tres pisos y siete habitaciones, algunas espaciosas, sobre todo las tres que daban al jardín del patio: el salón, el comedor y una sala de música para los que querían bailar, tocar música y jugar a las cartas. Los dos pisos superiores estaban adornados con balcones de hierro forjado, cuyos intrincados barrotes verde oscuro se hallaban delicadamente entrelazados con buganvilla y rizadas guirnaldas de orquídeas, planta ésta que parece un lagarto chasqueando su lengua roja. Era el tipo de casa ostentosa con suelos encerados, algún mimbre por aquí y algún terciopelo por allá.
Podría haber sido confundida con la casa de un rico; era más bien la casa de un hombre con pretensiones de elegancia. Para un pobre (pero feliz) chico descalzo de Alabama, era todo un misterio el modo en que se las arreglaba para satisfacer esta aspiración.
No había en cambio misterio alguno en lo que se refiere a mi madre, quien, tras graduarse en la universidad, se esforzaba por ejercer todos sus encantos mientras luchaba por encontrar en Nueva York al novio adecuado que pudiera permitirse vivir en pisos de Sutton Place y adquirir abrigos de marta cebellina. No, los recursos de mi padre le eran de sobra conocidos, aunque nunca mencionara el asunto hasta años después, cuando ya había podido comprarse collares de perlas que colgaban de su cuello envuelto en pieles.
Había ido a visitarme a uno de esos internados esnobs de Nueva Inglaterra (donde mi enseñanza era costeada por su rico y generoso marido), cuando algo que comenté la enfureció; gritó:
-¡Conque no sabes por qué vive tan bien! Yates y cruceros por las islas griegas. Pues por ¡sus mujeres! Piensa en esa larga lista. Todas viudas. Todas ricas. Muy ricas. Y todas mucho mayores que él.
Demasiado viejas para que cualquier joven sensato se case con ellas. Es por lo que eres su único hijo. Y ésta es la razón por la que jamás volveré a tener otro; yo era demasiado joven para tener hijos, pero él era una bestia, acabó conmigo, me estropeó.
"Just a gigolo, everywhere I go, people stop and stare... Moon, moon over Miami... This is my first affair, so please be kind... He, mister, can you spare a dime?... Just a gigolo, everywhere I go, people stop and stare..." (1)
Mientras estuvo hablando (yo intentaba no escuchar, porque, al decirme que mi nacimiento había acabado con ella, estaba ella acabando conmigo), estas melodías, u otras semejantes, rondaban por mi cabeza.
(1) Célebre canción ligera de la época (N. de la T.) Me ayudaban a no escucharla, y me recordaban la extraña e inolvidable fiesta que dio mi padre en Nueva Orleans en aquella Nochebuena.
Iluminaron el patio de velas, al igual que las tres habitaciones que daban a él. La mayoría de los invitados estaban reunidos en el salón, donde un pálido fuego en la chimenea arrancaba destellos al árbol de Navidad; otros muchos bailaban en la sala de música y en el patio a los acordes de un gramófono. Tras haber sido presentado a los invitados y agasajado por todos, me enviaron arriba; pero, desde la terraza detrás de la contraventana francesa de la puerta de mi habitación, podía ver toda la fiesta, observar a las parejas mientras bailaban. Vi a mi padre bailando un vals con una mujer elegante alrededor del estanque que rodeaba la fuente de la sirena. Era realmente elegante, y llevaba un ligero vestido plateado que relucía a la luz de las velas; pero era mayor, como mínimo diez años mayor que mi padre, quien, en aquella época, tenía treinta y cinco.
De pronto me di cuenta de que mi padre era, con mucho, el más joven de su fiesta. Ninguna de las mujeres, por encantadoras que fueran, era más joven que la esbelta bailadora de vals con el ondulante traje plateado. Lo mismo ocurría con los hombres, quienes, en su mayoría, fumaban aromáticos puros habanos; más de la mitad eran lo suficientemente viejos como para ser padres de mi padre. Vi entonces algo que me hizo parpadear. Mi padre y su ágil acompañante se habían desplazado sin dejar de bailar hasta un lugar semioculto por las orquídeas; se abrazaban y se besaban. Me quedé tan sobrecogido, tan furioso, que corrí a mi habitación, salté dentro de la cama y me tapé la cabeza con las sábanas. ¿Qué podía querer mi joven y apuesto padre de una vieja como aquélla? ¿Y por qué toda esa gente de ahí abajo no se iba de una vez para que Papá Noel pudiera entrar? Permanecí despierto durante horas oyendo cómo se marchaban los invitados y, cuando mi padre dio las buenas noches por última vez, oí cómo subía las escaleras y abría la puerta de mi dormitorio para echar un vistazo; pero me hice el dormido.
Muchas cosas ocurrieron que me mantuvieron despierto toda la noche. Primero, las pisadas, el ruido de mi padre subiendo y bajando las escaleras, respirando con dificultad. Tenía que ver qué hacía. De modo que me escondí en el balcón, entre la buganvilla. Desde allí tenía una visión completa del salón, del árbol de Navidad y de la chimenea, donde todavía ardían pálidas llamas. Además, podía ver a mi padre. Caminaba a gatas por debajo del árbol disponiendo una pirámide de paquetes. Envueltos en papel púrpura, y rojo y dorado, y azul y blanco, crujían levemente cuando él los movía. Me sentía aturdido, ya que lo que veía me obligaba a reconsiderarlo todo. Si se suponía que estos regalos eran para mí, obviamente no habían sido enviados por el Señor ni repartidos por Papá Noel; no, eran regalos comprados y envueltos por mi padre. Lo que significaba que mi detestable primito Billy Bob, y otros tan detestables como él, no mentían cuando se burlaban de mí y me decían que no existía Papá Noel. El peor pensamiento era: ¿sabía Sook la verdad y me había mentido? No, Sook nunca me habría mentido. Ella creía. Eso era, aunque tuviera sesenta y tantos años, de alguna manera era al menos tan niña como yo.
Estuve observando hasta que mi padre terminó su tarea y apagó las pocas velas que aún quedaban encendidas. Esperé hasta asegurarme de que estaba en la cama y dormía. Entonces me deslicé hasta el salón, que todavía olía a gardenias y a puros habanos.
Me senté allí a pensar: Ahora seré yo quien tenga que decirle la verdad a Sook. Una ira, un extraño rencor, crecía en mi interior: no iba dirigido a mi padre, aunque acabara siendo él la víctima.
Al amanecer, examiné las tarjetas colgadas en cada uno de los paquetes. Todas decían: "Para Buddy". Todas, excepto una que rezaba: "Para Evangéline". Evangéline era una negra ya mayor que bebía Coca-Cola todo el día y que pesaba ciento cincuenta kilos; era el ama de llaves de mi padre -también lo había criado ella-.
Decidí abrir los paquetes: era la mañana de Navidad, estaba despierto, ¿por qué no? No me tomaré la molestia de describir lo que había dentro: sólo camisas, jerséis y tonterías por el estilo. Lo único que me gustó fue una soberbia pistola de pistones. Sin saber por qué, se me ocurrió que sería divertido despertar a mi padre con un tiro. Y lo hice. "Bang". "Bang". "Bang".
Se precipitó fuera de la habitación, con los ojos de par en par. "Bang". "Bang". "Bang".-Buddy, ¿qué diablos crees que estás haciendo? "Bang". "Bang". "Bang".-¡Para eso de una vez!Me reí.-Mira, papá. Mira cuántas cosas maravillosas me ha traído Papá Noel.Más calmado, entró en el salón y me abrazó. -¿Te gusta lo que te ha traído Papá Noel?Le sonreí. Él me sonrió. Fue un largo momento de ternura que se rompió cuando dije:-Sí, papá, pero ¿qué me vas a regalar tú?
Su sonrisa se esfumó. Sus ojos se entrecerraron con suspicacia; podía leerse en su cara la sospecha de que yo le había tendido una trampa. Pero entonces se sonrojó, como si se avergonzara de pensar en lo que estaba pensando. Palmeó mi cabeza, carraspeó y dijo: "Bueno, había pensado que era mejor esperar y dejar que eligieras algo que desearas realmente. ¿Hay algo que quieras muy particularmente?"
Le recordé el avión que habíamos visto en la tienda de juguetes de Canal Street. Su rostro asintió. Oh, sí, recordaba el avión y cuán caro era. La cuestión es que, al día siguiente, yo ya estaba sentado en el avión, soñando que me elevaba hacia el cielo, mientras mi padre rellenaba un talón para el feliz vendedor. Habíamos hablado de cómo se transportaría el avión hasta Alabama, pero me mostré firme, insistí en que tenía que ir conmigo en el autobús que tomaba a las dos de aquella misma tarde. El vendedor lo solucionó llamando a la compañía de autobuses, que dijo que podrían arreglarlo con facilidad.
Pero todavía no me había librado de Nueva Orleans. El problema ahora era una gran petaca de Moonshine; puede que fuera por mi partida, pero el hecho es que mi padre había estado dándole al trago todo el día y, camino de la estación, me asustó al cogerme de las muñecas y susurrarme con amargura:
-No voy a dejar que te vayas. No puedo dejar que vuelvas con esa familia de locos a ese viejo caserón de locos. Hay que ver lo que han hecho contigo. ¡Un niño de seis años, casi siete, hablando de Papá Noel! Todo es culpa suya, de esas viejas solteronas agriadas, con sus Biblias y sus calcetas, de esos tíos tuyos, todos borrachos. Escúchame, Buddy. ¡Dios no existe! No existe ningún Papá Noel. Me apretaba las muñecas con tanta fuerza que me hacía daño.
-A veces, santo cielo, pienso que tu madre y yo, los dos, deberíamos pegarnos un tiro por haber permitido que esto ocurriera.
(Él nunca se quitó la vida, pero mi madre sí: pasó a mejor vida hace treinta años).-Dame un beso. Por favor. Por favor. Dame un beso. Dile a tu papá que le quieres.Pero yo no podía hablar. Estaba aterrado de perder el autobús. Y me preocupaba el avión, atado con correas a la baca del taxi.-Dilo: "Te quiero". Dilo. Por favor. Buddy. Dilo.Por suerte para mí, el taxista era un hombre de buen corazón. Si no hubiera sido por su ayuda, la de unos mozos eficaces y la de un amable policía, no sé qué hubiera ocurrido al llegar a la estación. Mi padre se tambaleaba tanto que apenas podía andar, pero el policía habló con él, le serenó, le ayudó a mantenerse derecho, y el taxista prometió devolverlo a casa sano y salvo. Sin embargo, mi padre no se iría hasta ver cómo los mozos me acomodaban en el autobús.
Una vez dentro, me acurruqué en el asiento y cerré los ojos. Sentía un extraño malestar. Un dolor agobiante que me hería por todas partes. Pensé que, si me sacaba los pesados zapatos de ciudad, auténticos monstruos torturadores, aquella agonía remitiría. Me los quité, pero el misterioso dolor no me abandonó. En cierto modo, nunca más me abandonó; nunca más lo hará.
Doce horas más tarde estaba en casa, en cama. La habitación estaba a oscuras. Sook, sentada a mi lado, se balanceaba en una mecedora; un sonido tan sedante como el de las olas en el océano. Había intentado contarle todo lo que había ocurrido, y tan sólo me detuve cuando me quedé tan ronco como un perro aullador. Me pasó los dedos por el pelo y dijo:
-Por supuesto que existe Papá Noel. Sólo que es imposible que una sola persona haga todo lo que hace él. Por eso el Señor ha distribuido el trabajo entre todos nosotros. Por eso todo el mundo es Papá Noel. Yo lo soy. Tú lo eres. Incluso tu primo Billy Bob. Ahora ponte a dormir. Cuenta estrellas. Piensa en la cosa más apacible. Como la nieve. Siento que no llegaras a verla. Pero ahora la nieve cae por entre las estrellas.
Las estrellas destellaban, la nieve se arremolinaba dentro de mi cabeza; la última cosa que recordé fue la voz serena del Señor encomendándome algo que hacer. Y, al día siguiente, lo hice. Fui con Sook a la oficina de correos y compré una postal de un penique. Hoy, todavía existe esa postal. Fue encontrada en la caja de caudales de mi padre cuando murió, el año pasado. Esto es lo que le había escrito: "Hola papá espero que estés bien como yo y estoy aprendiendo a pedalear muy rápido en mi avión estaré pronto en el cielo así que mantén los ojos abiertos y sí te quiero Buddy".

Truman Capote. One Christmas- Obuaro 75bis

One Christmas-Truman Capote

First, a brief autobiographical prologue. My mother, who was exceptionally intelligent, was the most beautiful girl in Alabama. Everyone said so, and it was true; and when she was sixteen she married a twenty-eight-year-old businessman who came from a good New Or­leans family. The marriage lasted a year. My mother was too young to be a mother or a wife; she was also too ambitious—she wanted to go to college and to have a career. So she left her husband; and as for what to do with me, she deposited me in the care of her large Al­abama family.
Over the years, I seldom saw either of my parents. My father was occupied in New Orleans, and my mother, after graduating from college, was making a success for herself in New York. So far as I was concerned, this was not an unpleasant situation. I was happy where I was. I had many kindly relatives, aunts and uncles and cousins, particularly one cousin, an elderly, white-haired, slightly crippled woman named Sook. Miss Sook Faulk. I had other friends, but she was by far my best friend.
It was Sook who told me about Santa Claus, his flowing beard, his red suit, his jangling present-filled sled, and I believed her, just as I believed that everything was God's will, or the Lord's, as Sook always called Him. If I stubbed my toe, or fell off a horse, or caught a good-sized fish at the creek—well, good or bad, it was all the Lord's will. And that was what Sook said when she received the frightening news from New Orleans: My father wanted me to travel there to spend Christmas with him.
I cried. I didn't want to go. I'd never left this small, isolated Alabama town surrounded by forests and farms and rivers. I'd never gone to sleep without Sook combing her fingers through my hair and kissing me good-night. Then, too, I was afraid of strangers, and my father was a stranger. I had seen him several times, but the memory was a haze; I had no idea what he was like. But, as Sook said: "It's the Lord's will. And who knows, Buddy, maybe you'll see snow.
"Snow! Until I could read myself, Sook read me many stories, and it seemed a lot of snow was in almost all of them. Drifting, dazzling fairytale flakes. It was something I dreamed about; something magical and mysterious that I wanted to see and feel and touch. Of course I never had, and neither had Sook; how could we, living in a hot place like Alabama? I don't know why she thought I would see snow in New Orleans, for New Orleans is even hotter. Never mind. She was just trying to give me courage to make the trip.
I had a new suit. It had a card pinned to the lapel with my name and address. That was in case I got lost. You see, I had to make the trip alone. By bus. Well, everybody thought I'd be safe with my tag. Everybody but me. I was scared to death; and angry. Furious at my father, this stranger, who was forcing me to leave home and be away from Sook at Christmastime.It was a four-hundred-mile trip, something like that. My first stop was in Mobile. I changed buses there, and rode along forever and forever through swampy lands and along seacoasts until we arrived in a loud city tinkling with trolley cars and packed with dangerous foreign-looking people.
That was New Orleans.
And suddenly, as I stepped off the bus, a man swept me in his arms, squeezed the breath out of me; he was laughing, he was crying—a tall, good-looking man, laughing and crying. He said: "Don't you know me? Don't you know your daddy?"I was speechless. I didn't say a word until at last, while we were riding along in a taxi, I asked: "Where is it?""Our house? It's not far—""Not the house. The snow.""What snow?""I thought there would be a lot of snow."He looked at me strangely, but laughed. "There never has been any snow in New Orleans. Not that I heard of. But listen. Hear that thunder? It's sure going to rain!"
I don't know what scared me most, the thunder, the sizzling zigzags of lightning that followed it—or my father. That night, when I went to bed, it was still raining. I said my prayers and prayed that I would soon be home with Sook. I didn't know how I could ever go to sleep without Sook to kiss me good-night. The fact was, I couldn't go to sleep, so I began to wonder what Santa Claus would bring me. I wanted a pearl-handled knife. And a big set of jigsaw puzzles. A cowboy hat with matching lasso. And a B.B. rifle to shoot sparrows. (Years later, when I did have a B.B. gun, I shot a mockingbird and a bobwhite, and I can never forget the regret I felt, the grief; I never killed another thing, and every fish I caught I threw back into the water.) And I wanted a box of crayons. And, most of all, a radio but I knew that was impossible: I didn't know ten people who had radios. Remember, this was the Depression, and in the Deep South houses furnished with radios or refrigerators were rare.
My father had both. He seemed to have everything—a car with a rumble seat, not to mention an old, pink pretty little house in the French Quarter with iron-lace balconies and a secret patio garden colored with flowers and cooled by a fountain shaped like a mermaid. He also had a half-dozen, I'd say full-dozen, lady friends. Like my mother, my father had not re-married; but they both had determined admirers and, willingly or not, eventually walked the path to the altar—in fact, my father walked it six times.
So you can see he must have had charm; and, indeed, he seemed to charm most people—everybody except me. That was because he embarrassed me so, always hauling me around to meet his friends, every­body from bis banker to the barber who shaved him every day. And, of course, all his lady friends. And the worst part: All the time he was hugging and kissing me and bragging about me. I felt so ashamed. First of all, there was nothing to brag about. I was a real country boy. I believed in Jesus, and faithfully said my prayers. I knew Santa Claus existed. And at home in Alabama, except to go to church, I never wore shoes; winter or summer.
It was pure torture, being pulled along the streets of New Orleans in those tightly laced, hot as hell, heavy as lead shoes. I don't know what was worse—the shoes or the food. Back home I was used to fried chicken and collard greens and butter beans and corn bread and other comforting things. But these New Or­leans restaurants! I will never forget my first oyster, it was like a bad dream sliding down my throat; decades passed before I swallowed another. As for all that spicy Creole cookery—just to think of it gave me heartburn. No sir, I hankered after biscuits right from the stove and milk fresh from the cows and homemade molasses straight from the bucket.
My poor father had no idea how miserable I was, partly because I never let him see it, certainly never told him; and partly because, despite my mother's protest, he had managed to get legal custody of me for this Christmas holiday.He would say: "Tell the truth. Don't you want to come and live here with me in New Orleans?"“I can’t”."What do you mean you can't?""I miss Sook. I miss Queenie; we have a little rat terrier, a funny little thing. But we both love her."He said: "Don't you love me?"I said: "Yes."
But the truth was, except for Sook and Queenie and a few cousins and a picture of my beautiful mother beside my bed, I had no real idea of what love meant.
I soon found out. The day before Christmas, as we were walking along Canal Street, I stopped dead still, mesmerized by a magical object that I saw in the window of a big toy store. It was a model airplane large enough to sit in and pedal like a bicycle. It was green and had a red propeller. I was convinced that if you pedaled fast enough it would take off and fly! Now wouldn't that be something! I could just see my cousins standing on the ground while I flew about among the clouds. Talk about green! I laughed; and laughed and laughed. It was the first thing I'd done that made my father look confident, even though he didn't know what I thought was so funny.That night I prayed that Santa Claus would bring me the airplane.
My father had already bought a Christmas tree, and we spent a great deal of time at the five 'n' dime picking out things to decorate it with. Then I made a mistake. I put a picture of my mother under the tree. The moment my father saw it he turned white and began to tremble. I didn't know what to do. But he did. He went to a cabinet and took out a tall glass and a bottle. I recognized the bottle because all my Alabama uncles had plenty just like it. Prohibition moonshine. He filled the tall glass and drank it with hardly a pause. After that, it was as though the picture had vanished.
And so I awaited Christmas Eve, and the always exciting advent of fat Santa. Of course, I had never seen a weighted, jangling, belly-swollen giant flop down a chimney and gaily dispense his largesse under a Christmas tree. My cousin Billy Bob, who was a mean little runt but had a brain like a fist made of iron, said it was a lot of hooey, there was no such creature.
"My foot!" he said. "Anybody would believe there was any Santa Claus would believe a mule was a horse." This quarrel took place in the tiny courthouse square. I said: "There is a Santa Claus because what he does is the Lord's will and whatever is the Lord's will is the truth." And Billy Bob, spitting on the ground, walked away: "Well, looks like we've got another preacher on our hands."
I always swore I'd never go to sleep on Christmas Eve, I wanted to hear the prancing dance of reindeer on the roof, and to be right there at the foot of the chimney to shake hands with Santa Claus. And on this particular Christmas Eve, nothing, it seemed to me, could be easier than staying awake.
My father's house had three floors and sevenrooms, several of them huge, especially the three leading to the patio garden: a parlor, a dining room and a "musical" room for those who liked to dance and play and deal cards. The two floors above were trimmed with lacy balconies whose dark green iron intricacies were delicately entwined with bougainvillea and rippling vines of scarlet spider orchids—a plant that resembles lizards flicking their red tongues. It was the kind of house best displayed by lacquered floors and some wicker here, some velvet there. It could have been mistaken for the house of a rich man; rather, it was the place of a man with an appetite for elegance. To a poor (but happy) barefoot boy from Alabama it was a mystery how he managed to satisfy that desire.
But it was no mystery to my mother, who, having graduated from college, was putting her magnolia delights to full use while struggling to find in New York a truly suitable fiancé who could afford Sutton Place apartments and sable coats. No, my father's resources were familiar to her, though she never mentioned the matter until many years later, long after she had acquired ropes of pearls to glisten around her sable-wrapped throat.She had come to visit me in a snobbish New En­gland boarding school (where my tuition was paid by her rich and generous husband), when something I said tossed her into a rage; she shouted:
"So you don't know how he lives so well? Charters yachts and cruises the Greek Islands? His wives! Think of the whole long string of them. All widows. All rich. Very rich. And all much older than he. Too old for any sane young man to marry. That's why you are his only child. And that's why I’ll never have another child — I was too young to have any babies, but he was a beast, he wrecked me, he ruined me — "Just a gigolo, everywhere I go, people stop and stare … Moon, moon over Miami … This is my first affair, so please be kind … Hey, mister, can you spare a dime? …
Just a gigolo, everywhere I go, people stop and stare …All the while she talked (and I tried not to listen, because by telling me my birth had destroyed her, she was destroying me), these tunes ran through my head, or tunes like them. They helped me not to hear her, and they reminded me of the strange haunting party my father had given in New Orleans that Christmas Eve.
The patio was filled with candles, and so were the three rooms leading off it. Most of the guests were gathered in the parlor, where a subdued fire in the fire-place made the Christmas tree glitter; but many others were dancing in the music room and the patio to music from a wind-up Victrola. After I had been introduced to the guests, and been made much of, I had been sent upstairs; but from the terrace outside my French-shuttered bedroom door, I could watch all the party, see all the couples dancing. I watched my father waltz a graceful lady around the pool that surrounded the mermaid fountain. She was graceful, and dressed in a wispy silver dress that shimmered in the candlelight; but she was old—at least ten years older than my fa­ther, who was then thirty-five.
I suddenly realized my father was by far the youngest person at his party. None of the ladies, charming as they were, were any younger than the willowy waltzer in the floating silver dress. It was the same with the men, so many of whom were smoking sweet-smelling Havana cigars; more than half of them were old enough to be my father's father.
Then I saw something that made me blink. My fa­ther and his agile partner had danced themselves into a niche shadowed by scarlet spider orchids; and they were embracing, kissing. I was so startled, I was so irate, I ran into my bedroom, jumped into bed and pulled the covers over my head. What would my nice-looking young father want with an old woman like that! And why didn't all those people downstairs go home so Santa Claus could come? I lay awake for hours listening to them leave, and when my father said good-bye for the last time, I heard him climb the stairs and open my door to peek at me; but I pretended to be asleep.
Several things occurred that kept me awake the whole night. First, the footfalls, the noise of my father running up and down the stairs, breathing heavily I had to see what he was up to. So I hid on the balcony among the bougainvillea. From there, I had a complete view of the parlor and the Christmas tree and the fire-place where a fire still palely burned. Moreover, I could see my father. He was crawling around under the tree arranging a pyramid of packages. Wrapped in purple paper, and red and gold and white and blue, they rustled as he moved them about. I felt dizzy, for what I saw forced me to reconsider everything. If these were presents intended for me, then obviously they had not been ordered by the Lord and delivered by Santa Claus; no, they were gifts bought and wrapped by my father. Which meant that my rotten little cousin Billy Bob and other rotten kids like him weren't lying when they taunted me and told me there was no Santa Claus. The worst thought was: Had Sook known the truth, and lied to me? No, Sook would never lie to me. She believed. It was just that—well, though she was sixty-something, in some ways she was at least as much of a child as I was.
I watched until my father had finished his chores and blown out the few candles that still burned. I waited until I was sure he was in bed and sound asleep. Then I crept downstairs to the parlor, which still reeked of gardenias and Havana cigars.
I sat there, thinking: Now I will have to be the one to tell Sook the truth. An anger, a weird malice was spiraling inside me: It was not directed towards my father, though he turned out to be its victim.
When the dawn came, I examined the tags attached to each of the packages. They all said: "For Buddy." All but one, which said: "For Evangeline." Evangeline was an elderly colored woman who drank Coca-Cola all day long and weighed three hundred pounds; she was my father's housekeeper—she also mothered him.
I decided to open the packages: It was Christmas morning, I was awake, so why not? I won't bother to describe what was inside them: just shirts and sweaters and dull stuff like that. The only thing I appreciated was a quite snazzy cap-pistol. Somehow I got the idea it would be fun to waken my father by firing it.So I did. Bang. Bang. Bang. He raced out of his room, wild-eyed.Bang. Bang. Bang.
"Buddy—what the hell do you think you're doing?"Bang. Bang. Bang."Stop that!"I laughed. "Look, Daddy. Look at all the wonderful things Santa Claus brought me."Calm now, he walked into the parlor and hugged me. "You like what Santa Claus brought you?"I smiled at him. He smiled at me. There was a tender lingering moment, shattered when I said: "Yes. But what are you going to give me, Daddy?"
His smile evaporated. His eyes narrowed suspiciously—you could see that he thought I was pulling some kind of stunt. But then he blushed, as though he was ashamed to be thinking what he was thinking. He patted my head, and coughed and said: "Well, I thought I'd wait and let you pick out something you wanted. Is there anything particular you want?"
I reminded him of the airplane we had seen in the toy store on Canal Street. His face sagged. Oh, yes, he remembered the airplane and how expensive it was. Nevertheless, the next day I was sitting in that airplane dreaming I was zooming toward heaven while my father wrote out a check for a happy salesman. There had been some argument about shipping the plane to Alabama, but I was adamant—I insisted it should go with me on the bus that I was taking at two o'clock that afternoon. The salesman settled it by calling the bus Company, who said that they could handle the matter easily.
But I wasn't free of New Orleans yet. The problem was a large silver flask of moonshine; maybe it was be-cause of my departure, but anyway my father had been swilling it all day, and on the way to the bus station, he scared me by grabbing my wrist and harshly whispering: "I'm not going to let you go. I can't let you go back to that crazy family in that crazy old house. Just look at what they've done to you. A boy six, almost seven, talking about Santa Claus! It's all their fault, all those sour old spinsters with their Bibles and their knitting needles, those drunken uncles. Listen to me, Buddy. There is no God! There is no Santa Claus." He was squeezing my wrist so hard that it ached.
"Sometimes, oh, God, I think your mother and I, the both of us, we ought to kill ourselves to have let this happen—" (He never killed himself, but my mother did: She walked down the Seconal road thirty years ago.) "Kiss me. Please. Please. Kiss me. Tell your daddy that you love him." But I couldn't speak. I was terrified I was going to miss my bus. And I was worried about my plane, which was strapped to the top of the taxi. "Say it: 'I love you.' Say it. Please. Buddy. Say it."
It was lucky for me that our taxi-driver was a good-hearted man. Because if it hadn't been for his help, and the help of some efficient porters and a friendly policeman, I don't know what would have happened when we reached the station. My father was so wobbly he could hardly walk, but the policeman talked to him, quieted him down, helped him to stand straight, and the taxi-man promised to take him safely home. But my father would not leave until he had seen the porters put me on the bus.
Once I was on the bus, I crouched in a seat and shut my eyes. I felt the strangest pain. A crushing pain that hurt everywhere. I thought if I took off my heavy city shoes, those crucifying monsters, the agony would ease. I took them off, but the mysterious pain did not leave me. In a way it never has; never will.
Twelve hours later I was home in bed. The room was dark. Sook was sitting beside me, rocking in a rocking chair, a sound as soothing as ocean waves. I had tried to tell her everything that had happened, and only stopped when I was hoarse as a howling dog. She stroked her fingers through my hair, and said:
"Of course there is a Santa Claus. It's just that no single somebody could do all he has to do. So the Lord has spread the task among us all. That's why everybody is Santa Claus. I am. You are. Even your cousin Billy Bob. Now go to sleep. Count stars. Think of the quietest thing. Like snow. I'm sorry you didn't get to see any. But now snow is falling through the stars—"
Stars sparkled, snow whirled inside my head; the last thing I remembered was the peaceful voice of the Lord telling me something I must do. And the next day I did it. I went with Sook to the post office and bought a penny postcard. That same postcard exists today. It was found in my father's safety deposit box when he died last year. Here is what I had written him: Hello pop hope you are well I am and I am lurning to pedel my plain so fast I will soon be in the sky so keep your eyes open and yes I love you Buddy.

León Felipe. De versos y oraciones del caminante- Obuaro 84

De versos y oraciones del caminante-León Felipe

Qué día tan largo...
y qué camino tan áspero...
qué largo es todo,
qué largo...
qué largo es todo
y qué áspero!
En el cielo está clavado
el sol, irancundo y alto;
la tierra es toda llanura...llanura...toda llanura...
y en la llanura...ni un árbol.
Voy tan cansando
que pienso en una sombra cualquiera.
Quiero descanso... descanso...sólo descanso...
¡dormir!...Y lo mismo me da ya
bajo un ciprés que bajo un álamo
.....

¡Qué pena si esta vida tuviera-esta vida nuestra-
mil años de existencia!...
¿Quién la haría hasta el final llevadera?
¿Quién la soportaría toda sin protestas?

¡Qué pena, qué pena, qué pena
que sea así todo siempre,
siempre de la misma manera!

Antonio Pereira. Meteoros - Obuaro 59

No es tu mejor amigo quien regresa en la noche
y te trae pensamientos oscuros,
el perseguido por papeles de oficio,
el maniático insomne que comprueba las contras
y ve desde tu cama el crespón de la duda.
Apártalo aunque lleve el grosor de tus gafas
y por mucho que tosa aire de tus pulmones.
Lleva tus mismos trajes. Usa tu propio nombre.
Ése no te conviene.

Wishes- Obuaro 68


César Vallejo. Y si después de tantas palabras- Obuaro 67

¡Y si después de tantas palabras...¡ -César Vallejo

Y si después de tántas palabras,
no sobrevive la palabra !
¡Si después de las alas de los pájaros,
no sobrevive el pájaro !
¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo y acabemos!

¡Haber nacido para vivir de nuestra muerte!
¡Levantarse del cielo hasta la tierra
por sus propios desastres
y espiar el momento de apagar con su sombra su tiniebla!
¡ Más valdría, francamente,
que se lo coman todo y qué más da!...

¡Y si después de tánta historia, sucumbimos,
no ya de eternidad,
sino de esas cosas sencillas, como estar
en la casa o ponerse a cavilar!
¡Y si luego encontramos,
de buenas a primeras, que vivimos,
a juzgar por la altura de los astros,
por el peine y las manchas del pañuelo!
¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo, desde luego!

Se dirá que tenemos
en uno de los ojos mucha pena
y también en el otro, mucha pena
y en los dos, cuando miran, mucha pena...
Entonces...¡Claro!...Entonces...¡ni palabra!.

"Coffee Shop" Booth. París Texas- Obuaro 61



"Coffee Shop" Booth - Interior evening

Once again, Travis is sitting in one of the peepshow booths in front of the mirror that becomes a window as Jane comes through the door and switches on the light. This room is decorated like an American coffee shop. Today, Jane is wearing a short black dress. She seems to be in the same happy mood she was the day before.
JANE-Howdy.
TRAVIS-Howdy.Jane sits down on the bar stool next to the "counter".
TRAVIS-Can I tell you something?
JANE-Sure. Anything you like.
TRAVIS-It's kind of a long story.
JANE-I got plenty of time.Jane may possibly have recognized the voice of yesterday's visitor, but she doesn't show it. Travis takes his chair and turns it around so that he is sitting with his back to the window. Jane, of course, is not aware of this. Now neither of them can see the other.
TRAVIS-I knew these people...
JANE-What people?
TRAVIS-These two people. They were in love with each other. The girl was... very young, about seventeen or eighteen, I guess. And the guy was... quite a bit older. He was kind of raggedy and wild. And she was very beautiful, you know?
JANE-Yeah.
TRAVIS-And together, they turned everything into a kind of adventure, and she liked that. Just an ordinary trip down to the grocery store was full of adventure. They were always laughing at stupid things. He liked to make her laugh. And they didn't much care for anything else because all they wanted to do was to be with each other. They were always together.
JANE-Sounds like they were very happy.
TRAVIS-Yes, they were. They were real happy. And he... he loved her more than he ever felt possible. He couldn't stand being away from her during the day when he went to work... so he'd quit. Just to be at home with her. Then he'd get another job when the money ran out, and then he'd quit again. But pretty soon, she started to worry.
JANE-About what?
TRAVIS-Money, I guess. Not having enough. Not knowing when the next check was coming in.
JANE-I know that feeling.
TRAVIS-So he started to get kind of... torn inside.
JANE-How do you mean?
TRAVIS-Well, he knew he had to work to support her, but he couldn't stand being away from her, either.
JANE-I see.
TRAVIS-And the more he was away from her, the crazier he got. Except now, he went really crazy. He started imagining all kinds of things.
JANE-Like what?
TRAVIS-He started thinking that she was seeing other men on the sly. He'd come home from work and accuse her of spending the day with somebody else. Then he'd yell at her and start smashing things in the trailer.
Jane is suddenly very startled. Perhaps, deep down, she knew all along that it was Travis who was talking to her. But now she is sure.
JANE-The trailer?
There is a long pause in the conversation. Travis is also not sure whether he hasn't betrayed himself, and whether he can continue to tell the story in the same way.
TRAVIS-Yes, they were living in a trailer home.
Jane allows him to preserve his anonymity.
JANE-Excuse me, sir, but were you in to visit me the other day? I don't mean to pry.
TRAVIS-No.
JANE-Oh, I thought I recognized your voice for a minute.
TRAVIS-No, it wasn't me.
JANE-Uhm. Please go on.
She plays her part well. Travis smiles.
TRAVIS-Anyway, he started to drink real badly. And he'd stay out late to test her.
JANE-What do you mean, "test her" ?
TRAVIS-To see if she'd get jealous.
Jane has to laugh at that.
JANE-Huh! Uhuh.
TRAVIS-He wanted her to get jealous, but she didn't. She was just worried about him, but that got him even madder.
JANE-Why?
TRAVIS-Because he thought that, if she'd never get jealous of him, she didn't really care about him. Jealousy was a sign of her love for him. And then, one night... one night, she told him she was pregnant. She was about three or four months pregnant, and he didn't even know. And then, suddenly, everything changed. He stopped drinking and got a steady job. He was convinced that she loved him now because she was carrying his child. And he was going to dedicate himself to making a home for her. But then a funny thing started to happen.
JANE-What?
TRAVIS-He didn't even notice it at first. She started to change. From the day the baby was born, she began to get irritated with everything around her. She got mad at everything. Even the baby seemed to be an injustice to her. He kept trying to make everything all right for her. Buy her things. Take her out to dinner once a week. But nothing seemed to satisfy her. For two years he struggled to pull them back together like they were when they first met, but finally he knew that it was never going to work out. So he hit the bottle again. But this time it got... mean. This time, when he came home late at night, drunk, she wasn't worried about him, or jealous, she was just enraged. She accused him of holding her captive by making her have a baby. She told him that she dreamed about escaping. That was all she dreamed about: escape. She saw herself at night running naked down a highway, running across fields, running down riverbeds, always running. And always, just when she was about to get away, he'd be there. He would stop her somehow. He would just appear and stop her. And when she told him these dreams, he believed them. He knew she had to be stopped or she'd leave him forever. So he needs a cow bell to her ankle so he could hear her at night if she tried to get out of bed. But she learned how to muffle the bell by stuffing a sock into it, and inching her way out of the bed and into the night. He caught her one night when the sock fell out and he heard her trying to run to the highway. He caught her and dragged her back to the trailer, and tied her to the stove with his belt.
During the course of his story, Jane cries. The tears roll down her face.
TRAVIS-He just left her there and went back to bed and lay there listening to her scream. And he listened to his son scream, and he was surprised at himself because he didn't feel anything anymore. All he wanted to do was sleep. And for the first time, he wished he were far away. Lost in a deep, vast country where nobody knew him. Somewhere without language or streets. He dreamed about this place without knowing its name. And when he woke up, he was on fire. There were blue flames burning the sheets of his bed. He ran through the flames toward the only two people he loved.... but they were gone. His arms were burning, and he threw himself outside and rolled on the wet ground. Then he ran. He never looked back at the fire. He just ran. He ran until the sun came up and he couldn't run any further. And when the sun went down, he ran again. For five days he ran like this until every sign of man had disappeared.
Jane slowly sits up, wipes the tears from her face, then stands up and walks over to the mirror. She kneels down in front of it and places her hands on the glass.
JANE-Travis?
Right until the end, Travis had been speaking with his back to the window. Now, as he hears his name, he turns around to Jane who is right in front of him with her face pressed against the glass. He shifts his chair so that they are face to face. His features are reflected in hers.
TRAVIS-If you turn off the light in there, will you be able to see me?
JANE-I don't know. I never tried.
She gets up, walks to the door and switches off the light. Travis turns the table lamp so that it shines directly on his face. It works: the mirror reverses, and now Jane can see him, while Travis can only see himself. Jane kneels down in front of her window again.
TRAVIS-Can you see me?
JANE-Yes.
TRAVIS-Do you recognize me?
JANE-Oh, Travis.
TRAVIS-I brought Hunter with me...
Jane leans back, stunned. She is at a loss for words.
TRAVIS-Don't you want to see him ?
JANE-I wanted to see him so bad that I didn't even dare imagine him anymore. Anne kept sending me pictures of him until I asked her to stop. I couldn't stand the pain of seeing him grow up and missing it.
TRAVIS-Why didn't you keep him with you, Jane?
JANE-I couldn't, Travis. I didn't have what I knew he needed. And I didn't want to use him to fill up all my emptiness.
TRAVIS-Well, he needs you now, Jane. And he wants to see you.
JANE-He does?
TRAVIS-Yes. He's waiting for you.
JANE-Where?
TRAVIS-Downtown. In a hotel, The Meridian. Room 1520... 1520.
He starts to replace the receiver. Startled, Jane gets to her feet.
JANE-You're not going, are you? She pounds against the window with both fists.
Travis raises the receiver again. A long pause follows.
TRAVIS-I can't see you, Jane.
JANE-Don't go yet. Don't go yet!
She picks up the little loudspeaker from which Travis' voice emerges, and sits down with her back to the window like Travis did before.
JANE-I... I used to make long speeches to you after you left. I used to talk to you all the time, even though I was alone. I walked around for months talking to you. Now I don't know what to say. It was easier when I just imagined you. I even imagined you talking back to me. We'd have long conversations, the two of us. lt was almost like you were there. I could hear you, I could see you, smell you. I could hear your voice. Sometimes your voice would wake me up. It would wake me up in the middle of the night, just like you were in the room with me. Then... it slowly faded. I couldn't picture you anymore. I tried to talk out loud to you like I used to, but there was nothing there. I couldn't hear you. Then... I just gave it up. Everything stopped. You just... disappeared. And now I'm working here. I hear your voice all the time. Every man has your voice.
TRAVIS-l'll tell Hunter that you're coming.
JANE-Travis?
TRAVIS-What?
JANE-l'll be there.
TRAVIS-Good.
JANE-Meridian Hotel?
TRAVIS-Yeah. Room 1520.He hangs up the receiver - this time for good - and leaves quickly. Jane remains seated for a long time with her head resting on the loudspeaker. Then she gets up, switches the light back on, and leaves the room. Only the mirror remains.

"Hotel booth". París Texas- Obuaro 60


"Hotel" booth - Interior day

Once again Travis is sitting in front of a mirror, in a booth which is identical to the first one except for the colour of the telephone. He shuts his eyes and holds a hand in front of his face. He has to wait like this for a long time until the light behind the mirror goes on, and someone comes in. Again the mirror becomes a window. But Travis does not raise his eyes. Anxiously, he awaits the voice he will hear.

JANE- (off)Hi! Are you out there?

Jane's voice! Travis doesn't raise his eyes, and he doesn't say anything. He sits motionless and listens to the voice which is distorted by the loudspeaker. A long pause follows.

JANE- (off)Well, I see your light's still on, so I guess you must be out there. (Pause)It's okay if you don't want to talk, you know. I don't want to talk either, sometimes. I just like to stay silent. (Pause)Do you mind if I sit down?

Now, finally, Travis raises his eyes. Looking into the little room through the reflecting window, Travis can see Jane still standing at the door, in her short red woollen dress. She is waiting for an answer. Like the others, the room is decorated with a few cheap props which, in this case, are supposed to represent an average American hotel room. Jane leans forward on the chair in the middle of the booth.

JANE- Do you mind if I sit down?!

TRAVIS- No.

Relieved, Jane sits down.

JANE- Thanks. My legs get a little tired from standing around all the time. Is this your first visit here?

TRAVIS- Yes.

JANE- (laughs)Oh, well, then this whole thing must seem kinda' strange to you, huh? You realize that I can't see you even though you can see me? Well, you get used to. Say, am I looking at your face now?

Travis doesn't answer. Her good mood is contagious, and he smiles, although his eyes are brimming over with tears. Jane laughs out loud:

JANE- Oh God, it don't matter. (Pause)If there's anything you want to talk about, I'll just listen, alright? I'm a real good listener.

Another long pause. Jane is at a loss what to do with this silent customer.

JANE- Is there something... I don't know, is there something I can do for you?. Do you mind if I take off my sweater?. I'll just take it off my sweater.

She starts to take off her woollen dress. Travis' reaction is unexpectedly violent.

TRAVIS- No, no, no! Don't! Please! Please leave it on!Jane stops, astonished. It's a rare occasion for a customer not to want her to take off her clothes. She smoothes down her dress.

JANE- I'm sorry. I just don't know exactly what it is you want.

TRAVIS- I don't want anything.

JANE-Well, why'd you come here, then?

TRAVIS- I want to talk to you.

Jane waits for him to continue. But again there is only silence. She turns to the little loudspeaker out of which she hears Travis' voice.

JANE- Is there something you want to tell me?

TRAVIS- No.

JANE- You can tell me. I can keep a secret.

TRAVIS- Is that all you do... just talk?

JANE- Well... yeah, mostly. And listen.

TRAVIS- What else do you do?Jane is rather surprised at his persistence. Then, suddenly, she has to laugh at his question.

TRAVIS- Why are you laughing?Jane pulls herself together.

JANE- I'm sorry. I'm sorry.

TRAVIS- What else do you do?

JANE- Nothing, really. You see, we're not allowed to see the customers out here.

TRAVIS- Where do you see them, then? Do you go home with them?

JANE- No, sir, we don't. We're not allowed to have any outside relationships with our customers.

For the first time, the camera shows what Jane sees: her own reflection and, behind it, the almost imperceptibly faint glow of the table lamp on Travis' side. Travis himself cannot be seen at all. Travis is working himself up into a full-blown rage.

TRAVIS- Yeah, but you can really see them if you want, can't you? I mean, you can go home with them, if you want to, all these places say that. How much extra money do you make? How much, huh?! How much money do you make on the side?!

This sudden outburst has shocked Jane. She tries to keep calm.

JANE- I'm sorry, sir, but I think maybe you wanted to talk to one of the other girls. I'll see if I can find one for you.

She stands up.

TRAVIS- No! No! No, no! Please! Please don't go!Jane stops behind the chair, and leans towards the mirror again.

JANE- I just don't think I'm the one you want to talk to.

TRAVIS- Please! Please don't go! I'm sorry.

Held back by the earnestness of Travis' pleading, Jane hesitates. Finally, she sits down again.

JANE- All right.

TRAVIS-I'm sorry. I'm sorry.Jane is composed again. She smiles at her anonymous customer.

JANE- That's okay.

With the tears running down his face, Travis lays down the receiver next to the telephone, and wordlessly leaves the booth. Jane carries on talking - to the empty booth.

JANE- You know, I know how hard it is to talk to a stranger sometimes. Just relax, and tell me what's on your mind. I'll listen to you. I don't mind listening. I do it all the time.

After a while, she senses that there is no-one at the other end of the line. Perplexed and thoughtful, she stares at the silent loudspeaker next to her.



1972
parís, texas(Pablo Garcia Casado)
por qué travis qué hay de esa oscura pregunta
por qué la casa en ruinas por qué él por qué ella
por qué el verano de mil novecientos setenta y uno

qué tuvo que pasar qué clase de química por qué
la huelga en el sector metalúrgico por qué el atasco
por qué llegaron rendidos y aún así se besaron

como si mi vida les fuera en ello

Paul Auster. Discurso- Obuaro 63

Paul Auster. Discurso

Discurso de Paul Auster ( en la entrega del premio Príncipe de Asturias de las Letras)

No sé por qué me dedico a esto. Si lo supiera, probablemente no tendría necesidad de hacerlo. Lo único que puedo decir, y de eso estoy completamente seguro, es que he sentido tal necesidad desde los primeros tiempos de mi adolescencia. Me refiero a escribir, y en especial a la escritura como medio para narrar historias, relatos imaginarios que nunca han sucedido en eso que denominamos mundo real. Sin duda es una extraña manera de pasarse la vida: encerrado en una habitación con la pluma en la mano, hora tras hora, día tras día, año tras año, esforzándose por llenar unas cuartillas de palabras con objeto de dar vida a lo que no existe…, salvo en la propia imaginación. ¿Y por qué se empeñaría alguien en hacer una cosa así? La única respuesta que se me ha ocurrido alguna vez es la siguiente: porque no tiene más remedio, porque no puede hacer otra cosa.

Esa necesidad de hacer, de crear, de inventar es sin duda un impulso humano fundamental. Pero ¿con qué objeto? ¿Qué sentido tiene el arte, y en particular el arte de narrar, en lo que llamamos mundo real? Ninguno que se me ocurra; al menos desde el punto de vista práctico. Un libro nunca ha alimentado el estómago de un niño hambriento. Un libro nunca ha impedido que la bala penetre en el cuerpo de la víctima. Un libro nunca ha evitado que una bomba caiga sobre civiles inocentes en el fragor de una guerra. Hay quien cree que una apreciación entusiasta del arte puede hacernos realmente mejores: más justos, más decentes, más sensibles, más comprensivos. Y quizá sea cierto; en algunos casos, raros y aislados. Pero no olvidemos que Hitler empezó siendo artista. Los tiranos y dictadores leen novelas. Los asesinos leen literatura en la cárcel. ¿Y quién puede decir que no disfrutan de los libros tanto como el que más?.En otras palabras, el arte es inútil, al menos comparado con, digamos, el trabajo de un fontanero, un médico o un maquinista. Pero ¿qué tiene de malo la inutilidad? ¿Acaso la falta de sentido práctico supone que los libros, los cuadros y los cuartetos de cuerda son una pura y simple pérdida de tiempo? Muchos lo creen. Pero yo sostengo que el valor del arte reside en su misma inutilidad; que la creación de una obra de arte es lo que nos distingue de las demás criaturas que pueblan este planeta, y lo que nos define, en lo esencial, como seres humanos. Hacer algo por puro placer, por la gracia de hacerlo. Piénsese en el esfuerzo que supone, en las largas horas de práctica y disciplina que se necesitan para ser un consumado pianista o bailarín. Todo ese trabajo y sufrimiento, los sacrificios realizados para lograr algo que es total y absolutamente… inútil.

La narrativa, sin embargo, se halla en una esfera un tanto diferente de las demás artes. Su medio es el lenguaje, y el lenguaje es algo que compartimos con los demás, común a todos nosotros. En cuanto aprendemos a hablar, empezamos a sentir avidez por los relatos. Los que seamos capaces de rememorar nuestra infancia recordaremos el ansia con que saboreábamos el cuento que nos contaban en la cama, el momento en que nuestro padre, o nuestra madre, se sentaba en la penumbra junto a nosotros con un libro y nos leía un cuento de hadas. Los que somos padres no tendremos dificultad en evocar la embelesada atención en los ojos de nuestros hijos cuando les leíamos un cuento. ¿A qué se debe ese ferviente deseo de escuchar? Los cuentos de hadas suelen ser crueles y violentos, describen decapitaciones, canibalismo, transformaciones grotescas y encantamientos maléficos. Cualquiera pensaría que esos elementos llenarían de espanto a un crío; pero lo que el niño experimenta a través de esos cuentos es precisamente un encuentro fortuito con sus propios miedos y angustias interiores, en un entorno en el que está perfectamente a salvo y protegido. Tal es la magia de los relatos: pueden transportarnos a las profundidades del infierno, pero en realidad son inofensivos.

Nos hacemos mayores, pero no cambiamos. Nos volvemos más refinados, pero en el fondo seguimos siendo como cuando éramos pequeños, criaturas que esperan ansiosamente que les cuenten otra historia, y la siguiente, y otra más. Durante años, en todos los países del mundo occidental, se han publicado numerosos artículos que lamentan el hecho de que se leen cada vez menos libros, de que hemos entrado en lo que algunos llaman la “era posliteraria”. Puede que sea cierto, pero de todos modos no ha disminuido por eso la universal avidez por el relato. Al fin y al cabo, la novela no es el único venero de historias. El cine, la televisión y hasta los tebeos producen obras de ficción en cantidades industriales, y el público continúa tragándoselas con gran pasión. Ello se debe a la necesidad de historias que tiene el ser humano. Las necesita casi tanto como el comer, y sea cual sea la forma en que se presenten –en la página impresa o en la pantalla de televisión–, resultaría imposible imaginar la vida sin ellas.

De todos modos, en lo que respecta al estado de la novela, al futuro de la novela, me siento bastante optimista. Hablar de cantidad no sirve de nada cuando nos referimos a los libros; porque no hay más que un lector, sólo un lector en todas y cada una de las veces. Lo que explica el particular influjo de la novela, y por qué, en mi opinión, nunca desaparecerá como forma literaria. La novela es una colaboración a partes iguales entre el escritor y el lector, y constituye el único lugar del mundo donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad. Me he pasado la vida entablando conversación con gente que nunca he visto, con personas que jamás conoceré, y así espero seguir hasta el día en que exhale mi último aliento.

Nunca he querido trabajar en otra cosa.


Paul Auster's Speech

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Prince of Asturias Awards, Letters 2006


Your Majesty, Your Highnesses, Distinguished Authorities, Ladies and gentlemen,

I don't know why I do what I do. If I did know, I probably wouldn't feel the need to do it. All I can say, and I say it with utmost certainty, is that I have felt this need since my earliest adolescence. I'm talking about writing, in particular writing as a vehicle to tell stories, imaginary stories that have never taken place in what we call the real world. Surely it is an odd way to spend your life -sitting alone in a room with a pen in your hand, hour after hour, day after day, year after year, struggling to put words on pieces of paper in order to give birth to what does not exist -except in your own head. Why on earth would anyone want to do such a thing? The only answer I have ever been able to come with is: because you have to, because you have no choice.

This need to make, to create, to invent is no doubt a fundamental human impulse. But to what end? What purpose does art, in particular the art of fiction, serve in what we call the real world? None that I can think of -at least not in any practical sense. A book has never put food in the stomach of a hungry child. A book has never stopped a bullet from entering a murder victim's body. A book has never prevented a bomb from falling on innocent civilians in the midst of war. Some like to think that a keen appreciation of art can actually make us better people -more just, more moral, more sensitive, more understanding. Perhaps that is true -in certain rare, isolated cases. But let us nor forget that Hitler started out in life as an artist. Tyrants and dictators read novels. Killers in prison read novels. And who is to say they don't derive the same enjoyment from books as everyone else?

In other words, art is useless -at least when compared, say, to the work of a plumber, or a doctor, or a railroad engineer. But is uselessness a bad thing? Does a lack of practical purpose mean that books and paintings and string quartets are simply a waste of our time? Many people think so. But I would argue that it is the very uselessness of art that gives it its value -and that the making of art is what distinguishes us from all other creatures who inhabit this planet, that it is, essentially, what defines us as human beings. To do something for the pure pleasure and beauty of doing it. Think of the effort involved, the long hours of practice and discipline required to become an accomplished pianist or dancer. All the suffering and hard work, all the sacrifices in order to achieve something that is utterly and magnificently... useless.

Fiction, however, exists in a somewhat different realm from the other arts. Its medium is language, and language is something we share with others, that is common to us all. From the moment we learn to talk, we begin to develop a hunger for stories. Those of us who can remember our childhoods will recall how ardently we relished the moment of the Bedtime Story - when our mother or father would sit down beside us in the semi-dark and read from a book of fairy tales. Those of us who are parents will have no trouble conjuring up the rapt attention in the eyes of our children when we read to them. Why this intense desire to listen? Fairy tales are often cruel and violent, featuring beheadings, cannibalism, grotesque transformations, and evil enchantments. One would think this material would be too frightening for a young child - but what these stories allow the child to experience is precisely an encounter with his own fears and inner torments - in a perfectly safe and protected environment. Such is the magic of stories: the might drag us down to the depths of hell, but in the end they are harmless.

We grow older, but we do not change. We become more sophisticated, but at bottom we continue to resemble our young selves, eager to listen to the next story, and the next, and the next. For years, in every country of the Western world, article after article has been published bemoaning the fact that fewer and fewer people are reading books, that we have entered what some have called the “post-literate age”. That may well be true, but at the same time this has not diminished the universal craving for stories. Novels are not the only source, after all. Films and television and even comic books are churning out vast quantities of fictional narratives, and the public continues to swallow them up with great passion. That is because human beings need stories. They need them almost as desperately as they need food, and however the stories might be presented -whether on a printed page or on a television screen -it would be impossible to imagine life without them.

Still, when it comes to the state of the novel, to the future of the novel, I feel rather optimistic. Numbers don't count where books are concerned -for there is only one reader, each and every time only one reader. That explains the particular power of the novel, and why in my opinion, it will never die as a form. Every novel is an equal collaboration between the writer and the reader, and it is the only place in the world where two strangers can meet on terms of absolute intimacy. I have spent my life in conversations with people I have never seen, with people I will never know, and I hope to continue until the day I stop breathing.

It's the only job I've ever wanted.



Saturday, October 21, 2006

Polga(film). Don´t come knocking. Win Wenders- Obuaro 64


Escena de Don´t come knocking-Homenaje a Hopper de Wenders

Don´t come knocking( LLAMANDO A LAS PUERTAS DEL CIELO)Win Wenders-

Creo que prefiero el cine.
- El cine, a qué?.
- A la realidad.

Yo también…y más después de ver esta película.

No voy a hacer un comentario objetivo de crítico de cine, buscando fallos de guión, personajes algo superfluos o sin mucho sentido, aunque sean los que pronuncian las palabras que encabezan este texto, que los hay. No me interesan esta vez. La película traspasa cualquier comentario técnico que pueda hacer. Es de esas historias que te reconcilian con el cine y hasta con la vida. Es la historia de una redención que nos redime. De un tiempo que no se ahorra. De una salvación que quizá puede existir.

Lo más injusto de esta buena y cinematográfica cinta empieza con la comparación que en el trailer se hace de ella con la inolvidable París-Texas. Pocas historias pueden salir bien paradas si se las compara con el guión y la tremenda historia de violencia e incomunicación que viven Travis y Jane. Pocas veces algo me ha golpeado tan directamente la mandíbula como ese reencuentro en el peepshow de un lugar perdido en el mundo, lejos de París y de Texas. Pocas veces he sentido tan mías a través de la pantalla otras soledades, otras limitaciones, y otros fatum. Y no muchas otras se me ha desasosegado tanto el alma con una historia tan lejana en kilómetros, en paisajes de carretera, en moteles vistos a través de las gotas de lluvia en los cristales del alma en ese coche que camina a medio gas hacia su destino… , con esa estética de esa América que nunca he visitado pero que me acompaña desde que tengo memoria. Y esta película forma parte no sólo de mi memoria sino también de mi esencia, de mi vida, de mi forma de vivir y de ver, de sentir y de disfrutar del cine y de la siempre dolorosa y solitaria existencia. No quisiera exagerar, ni caer en manidos tópicos pero hay un antes y un después de ver París-Texas. Si todavía no la has visto, cuidado… verla puede ser perjudicial para la salud.

Como sospechaba he empezado a ser injusta con “Don't come knocking” comentando durante mas de un párrafo la maravillosa París-Texas. Pero volvamos a este "no me vengan llamando" traducido al español con ese extraño e inexplicable aunque hermoso"Llamando a las puertas del cielo". En las referencias consultadas de esta película he encontrado una muy buena definición, ese punto de partida que promete que otro viaje nos va a conducir a ninguna parte:

“After yet another night of debauchery in his trailer, Howard awakens in disgust to find that he is still alive, but that nobody in the world would have missed him if he had died”.

Al igual que su predecesora nos presenta Wenders de nuevo un viaje de redención, Howard huye de su trabajo (el rodaje de un western crepuscular), pero sobre todo huye de sí mismo y busca algo que sea parecido a una vida, de esas que lleva representando toda su carrera en las películas del oeste de las que ha venido siendo protagonista; en esas historias siempre había una bella dama que le prometía esperar su regreso y que le amaba y le amaría siempre. La búsqueda y la huída de sí mismo le lleva a una primera etapa en Elko, Nevada, al abrigo de su madre a la que no veía hacía 30 años. Sigue siendo su niño, le da cobijo, cariño y miente por él al cazador de seguros (nuestro cazador de recompensas)- Sutter- que le pisa los talones para llevarle de regreso al rodaje. Su madre despista al frío Sutter invitándole a probar unas galletas hechas por ella mientras le cuenta eso de que mentir es de cobardes…, pero una madre nunca le dice eso a un hijo a la cara.
En las conversaciones con su madre descubre, el cansado y ebrio de sí mismo Howard, que es padre desde hace 20 años, esto le da impulso y motivación para afrontar una nueva etapa, un nuevo viaje hacia Butte, Montana, donde rodó en los viejos y buenos tiempos un exitoso western y donde sedujo a la bella e inexperta dama del Saloon, Doreen.

Y una vez allí, necesitado de amor, arrasando cual Jessie James o mejor cual elefante en una cacharrería invita a Doreen a retomar su antiguo amor y quiere presentarse como un padre ante Earl, un joven y rebelde cantante de rock que ha tardado mucho tiempo en aceptar no tener padre como para que ahora aparezca uno así, de repente, y quiera hablar con él como si nada, como si ser huérfano con padre fuera tan fácil. Pero no sólo Howard necesita amor, no solo Howard, Doreen todavía le ama, o quizá sólo recuerde esa sensación de lo que es amar, esta vez sí le grita a Howard a viva voz y en mitad de la calle lo que no le dijo entonces, que es un cobarde, un perdedor, un ventajista, pero sella sus reproches con un apasionado beso a las puertas del mismo Saloon en el que se conocieron. Earl también necesita amor, pero no quiere aceptarlo, reconocerlo, hay que ser fuerte, y en su enfado tira la casa por la ventana, no sabe qué hacer, qué pensar, y por eso se pone a tocar la guitarra entre los restos de uno de los muchos naufragios que nadie nos enseña a predecir. Mientras, Amber baila ilusionada ante un acontecimiento que les invita a escapar del callejón sin salida de la rutina al son de la música que llora rabiosamente Earl.

Pero esta vez Howard no se escapa y se sienta a esperar a Earl, otra vez solo, en mitad de la calle, con el mundo girando alrededor de su cabeza, otra vez sin que nadie le eche de menos, sin que nadie le eche en falta o le busque, solo Sky que si no fuera por la frase en la que nos dice que prefiere el cine a la realidad no sería mas que un fantasma, sólo una aparición en el cielo que busca a su Howard. Y viaja con un cofre de cenizas, de la que sería su madre, y un puñado de antiguas fotos en formato digital. Ya sólo y todo lo que le queda es precisamente Howard, que es su padre, el siempre ausente Howard, un padre fantasma.

Cuando parece que el cuento de hadas va a tener un "happy end", que el pasado no importa, que la redención es posible, que la soledad va a desaparecer, y que el refugio en una recién estrenada familia va a culminar en una historia de amor en todas sus manifestaciones, amor de madre, amor de pareja, amor de hijo, amor de amor… entonces Sutter, nuestro frío caza recompensas, cumpliendo con su obligación de sabueso, le encuentra, le detiene y le esposa para llevarle de vuelta al rodaje, a la realidad. Le permite, eso sí, despedirse de sus recién encontrados hijos, Earl y Sky, ¿quién dijo que se es mayor alguna vez para el buen ejercicio de la paternidad.…?.

Y ya de vuelta, después de habernos enseñado una y otra vez escenas hopperianas en Butter, de habernos mostrado sin lágrimas lo que es la soledad, de haber hecho una descarnada antología del alma, de revelarnos lo que es el paso del tiempo, de evidenciarnos que el pasado también transcurre con ese catálogo de innumerables frustraciones y pérdidas, después de demostrarnos que como decía Schlegel sólo en la búsqueda misma encuentra el espíritu humano el misterio que buscaba…

Entonces, Howard, ya en pleno rodaje de su western crepuscular montado en un precioso caballo se descubre, sombrero en mano saluda a la cámara, sonríe, y el caballo se eleva de su patas delanteras…Es él, por fin el Llanero Solitario(The Lone Ranger) montando a su leal Silver se ha desenmascarado, nos ha disparado con sus balas de plata que hieren y no matan, se ha encarado consigo mismo, su mayor villano….

Hi-yo Silver! Away!

@Polga Octubre 06

Polga. Epi, Blas y los demás en Navidad- Obuaro 73

Dicen que la Navidad es la infancia, si la infancia ha sido de Epi, Blas y los demás, la Navidad es Barrio Sésamo. Y todo gracias a la propiedad transitiva que nunca supimos para que valía...


Huyamos del espíritu de la Navidad. Nos persigue, pero tenemos que ser mas rápidos. Aún así, si no puedes contra el enemigo, únete a él. Sal a divertirte como nunca con un gorro de Papá Noel en la cabeza o bien unos cuernos de reno con luces en los extremos, ponte a dieta a partir del día 1, apúntate al gimnasio y a inglés o francés, formula muchos propósitos para el año que viene, llama para cenar a los miembros de la asociación de antiguos alumnos de tu colegio( mejor aún si ibas poco por clase), organiza una comida con los miembros de cualquiera de las secciones o asociaciones culturales de tu antigua facultad que detestabas entonces, juega con tus compañeros de trabajo al amigo invisible con precio tasado, compra regalos para tu suegra y sobrinitos, adquiere una participación de lotería en cada establecimiento que frecuentas( en la que donas un 25% a un club de futbito, cocina o macramé), intenta reservar, en cenas y comidas varias, mesa en el primer turno y llévate el termo para tomar el café en la calle o en el coche para dar paso al ansioso segundo turno puesto de pie a tu lado metiendo la manga de su abrigo en tu copa de pacharán, intenta coger un taxi sobre todo si hace frío, llueve o te mueres de ganas de ir al cuarto de baño, embóbate con los programas navideños en los que se recolecta tu dinero para cualquier causa justa, ... siéntete un poco mas culpable por no ser bueno ni solidario, recibe el Año con el especial producido por Jose Luis Moreno aunque no le ponga su voz en off, y no te pierdas de ninguna manera en el cine los estrenos navideños de las comedias familiares con un padre ridículo siempre dispuesto a disfrazarse de Santa Claus mientras sus hijos fingen no reconocerle y él se siente satisfecho mientras guíña el ojo a su mujer. Si tienes hijos, no olvides visitar Cortilandia cualquier sábado a las seis de la tarde, y por supuesto acudir a la cabalgata de los Reyes Magos que irán este año en excavadora o tuneladora por Madrid después del bombardeo. Para ambos eventos cálzate unas botas con punta de acero y de siete leguas que te serán muy útiles.


Quizá la Navidad es para los niños y por eso es la infancia. Pero cuando ya no puedas mas aguanta estoicamente y sin pestañear el concurso de saltos de esquí de la mañana del día 1 y "Que bello es vivir" de Frank Capra la madrugada del 24, "no me pegue en el oído, no me pegue en el oído"; si este año no la emiten en la programación habitual la pongo en el DVD, pero no falto a las tradiciones. Que nada se tuerza, nada como una buena entrada de Año disfrutando de los placeres habituales que la Navidad nos ofrece. Ah, y que llueva para que no podáis esquiar...





Thursday, December 14, 2006

Polga. La que se nos viene encima- Obuaro 70

La que se nos viene encima

Y ya queda menos para el próximo año
un año mas que es lo mismo que un año menos
nada espero de él… algún susto,más sinsabores¡
¡la que se nos viene encima!

!y un nuevo descenso a los abismos,
que nunca se ha llegado demasiado abajo
el fondo no llega
y es oscuro y negro, se hace largo.

sólo espero
poder hacer algún exceso, cada vez menos
por cuestiones de salud y de peso,
reír a veces
y poder mantener el sentido del humor
que es lo único que me salva
de los demás, de mi misma,
del suicidio y otras suertes.

salvarse, redimirse,
obtener el beneplácito de los dioses…
demasiado tarde
ya todo esta perdido mejor
ya todo es completamente inaprensible
porque para perder
hay que haber tenido
y yo solo soñaba que tendría,
y siempre antes de tener
perdía.

Y ya queda menos para el próximo año
¡la que se nos viene encima!,
alucina vecina;
chúpate esa vecina
y sin pedirlo a los Reyes Magos,
que supe en su día que no existían
pero ahora sé que
tampoco son los padres.

Friday, December 08, 2006

Vicente Gallego. Proyectos de futuro- Obuaro 66

Proyectos de futuro- Vicente Gallego

Esta tarde soy rico porque tengo
todo un cielo de plata para mí,
soy dueño también de esa emoción
que es nostalgia a la vez de los días pasados
y una dulce alegría por haberlos vivido.
Cuanto ya me dejó me pertenece
transformado en tristeza, y lo que al fin intuyo
que no habré de alcanzar se ha convertido
en un grato caudal de conformismo.
Mi patrimonio aumenta a cada instante
con lo que voy perdiendo, porque el que vive pierde,
y perder significa haber tenido.
Ya no tengo ambiciones, pero tengo
un proyecto ambicioso como nunca lo tuve:
aprender a vivir sin ambición,
en paz al fin conmigo y con el mundo.

Polga. Seres supérfluos-Obuaro 82

El sol entrando por la ventana se ha empeñado hoy domingo 14 de enero de 2007 varias veces en despertarme. Pero he acabado ganándole la partida y me he levantado a eso del medío día. Pocas personas se pueden permitir este lujo, para que esto que cuento sea posible tienes que ser un ser muy solitario y muy prescindible.
Estas sensaciones de libertad y desapego suelen solo ocurrir cuando se está de viaje de negocios en uno de esos "tiempos muertos", en los que no estás en tu casa y esperas cualquier acontecimiento de trabajo al día siguiente, de pronto te encuentras en un hotel, fuera del mundo, con la única misión de darte un vuelta mapa en mano, si te apetece. Si te ocurren en tu ciudad, en el lugar en el que supuestamente se encuentra tu familia, tus amigos y tus seres queridos, si nadie te molesta, si nadie te quiere ver, ni comer contigo, ni saber de tu vida, ni tan siquiera pedirte un favor, has conseguido lo que no es nada nada fácil, pasar a la categoría que yo denomino "seres supérfluos".
Los seres supérfluos somos esos que si desapareciéramos un buen día nadie nos echaría en falta ni se daría cuenta de nuestra ausencia. Somos de esos seres cuyo cadáver sería descubierto por el sospechoso hedor que se cuela por debajo de la puerta.
Qué solos estamos... pero a cambio siempre podremos dormir una mañana de domingo y engañar al sol que intenta una y otra vez despertarnos para lo que muchos llaman " disfrutar del día".


Sunday, January 14, 2007

Chris Steven desde K OSO. Doctor en Alaska- Obuaro 83

Desde los 570 de OM
Buenos días, aquí Chris en la mañana

Nada es Perfecto

Hechos recientes han hecho que cavile sobre este enigma ontológico; la vida ¿es por azar o es sistemática?. Hoy he optado por la hipótesis sistemática, algebraica si os place. Ojo por ojo, y diente por diente. Como la mayoría de los seres humanos, sólo intento hallarle sentido a las cosas, no se si hoy lo habré conseguido, no se si alguien lo conseguirá. Isaac Newton pensó que el mundo funcionaba como una mecanismo de relojería, como una máquina engrasada. Es una visión consoladora: limpia, ordenada y predecible. Pero es una visión que ha sido hecha pedacitos por la relatividad y la mecánica cuántica, más todos los rollos de la física del siglo XX. El universo es un lugar extraño. Nos estrujamos las meninges desarrollando teorías, ecuaciones y sistemas. ¿Y a dónde nos conducen?. Un sistema es como la cola de la verdad. La verdad es el lagarto, deja su cola en nuestros dedos y se marcha, sabiendo muy bien..... que le crecerá otra..... enseguida. No se,...¿qué podía hacer?. La próxima vez me haré con una moto de impresión, 1.200 centímetros cúbicos. Si alguien quiere deshacerse de alguna que me llame ¿eh?.