Los Santos de Noche Vieja
No sabía si este año en mi ausencia me habrían echado los Santos, hacia ya mas de tres años que no era protegida por un Santo y una Santa de los que nos repartíamos la noche de fin de año. Nunca supe de dónde venía esa costumbre. Cada uno de los presentes en la mesa, inmediatamente antes de las 12 campanadas, proponía un Santo y una Santa. Se apuntaba cada nombre en un papel, se doblaban cuidadosamente para que nadie los identificase, el sorteo no podía ser ante notario que era día festivo. Tras la última campanada, y el primer brindis quemábamos los papeles con los Santos del año anterior. Sólo entonces les imputaba alguna culpa o responsabilidad. Mirábamos cómo se quemaban, disfrutábamos del humo, el fuego y el olor, mi hermano atizaba las pequeñas llamas con los restos del corcho de la botella de cava. Yo mientras deshacía los nudos del protector metálico del corcho acercándolos al fuego hasta que me quemaban los dedos y tenía que soltarlos. A continuación, por orden de edad, cada uno seleccionaba de la sopera de alpaca en la que volcábamos los papelitos a un Santo y una Santa que le protegerían el resto del año. Además se proponían dos más, que eran los protectores de todos. Detrás escribíamos claramente su nombre. Nunca fuimos ni volveríamos a ser más “todos” que en esos momentos.
Nunca nos protegieron mucho nuestros Santos, o eso al menos creíamos, quizá sin ellos hubiera sido todavía peor, eso nunca lo sabremos. Pero aún así, echo de menos el ritual, la propuesta, la quema y el procedimiento del sorteo final. Detrás de cada nombre de Santo mi hermano escribía cuidadosamente a quién le había correspondido. Nos quejábamos, nos tocaba siempre el que no queríamos, o eso decíamos, que preferíamos siempre otro, aunque no sabíamos por qué. Había que quejarse del Santo para que mi madre nos reprendiera con el consabido- “no sabes como va a resultar”- . Parecía que se tratara de un electrodoméstico siempre en garantía y con sustitución segura el 31 del año siguiente.
En mitad del sufragio mi madre atendía entre lágrimas y con la voz entrecortada las llamadas de felicitación navideña. Unas veces las lágrimas procedían de la emoción, otras, cada vez con más frecuencia de las ausencias, y alguna otra, de la tristeza que se había ido apoderando de su ser y de nuestro entorno porque la vida no era cómo la habíamos imaginado, era aún peor, y ningún Santo conseguiría que nuestro gris destino no se cumpliera, nunca conseguiríamos salir de lo negro, era tarde, la luz nos dañaba la retina .. Ese día había llamadas esperadas, deseadas, y no recibidas, y no queridas. Un buen día, no recuerdo de que año, la ansiedad que provocaba la incertidumbre de las llamadas se redujo considerablemente con la sustitución de estas por los mensajes de móvil, esos sms fáciles, estándares, despersonalizados y con los que no había que oír la voz siempre quebrada por la emoción y las lágrimas de mi madre.
En los ojos vidriosos y verdes de mi madre se leía una tragedia, la de la propia vida, que estaba siempre por venir; no nos decía nada, pero lo aprendimos, siempre supimos que lo que nos esperaba en el futuro y en el porvenir sería más desordenado, más doloroso, mas duro que aquel momento de reproche a nuestros Santos. Y que cada vez estaríamos más solos. Todo ello iba e iría con nosotros por lejos que viajáramos en el tiempo y en el espacio. Era nuestra ruta, nuestro pesado equipaje para un destino que discurriría por vericuetos de sombras y oquedades. Y los Santos, nuestros Santos de aquel entonces lo sabían, y a su modo, ahora estoy convencida, nos protegían, y a veces continúan haciéndolo para que no reneguemos de ellos y su duro trabajo anual en esas noches de celebración y fiesta que eran las noches de fin de Año. Ahora creo que eran ellos los que estaban esperando con ansia el fin de Año para cesar cuanto antes de sus funciones y ser sustituídos.
FIN
Polga@1-1-2008
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