De los secretos y su lugar en la niñez- el baño
En casa recuerdo que no había pestillos en las puertas. Un tiempo hubo sólo uno en el cuarto de baño, pero un buen día una tía mía se quedó encerrada y tuvo que venir el portero y hacer un agujero muy grande para poder sacarla de allí, por lo que a partir de entonces, y como medida de prevención y para evitar dramas familiares como el sucedido, nunca mas se volvió a colocar, -se castigó-, que decían en mi casa. No había, aunque nadie accediera a tu espacio mas o menos privado sin llamar antes- que para eso estaba la educación-, habitación alguna en la que te pudieras encerrar a cal y canto sin riesgo de ser descubierto. Y eso no te permitía una de las cosas que mas desean los niños: tener, guardar, compartir, y atesorar sus propios secretos.
Por aquello de los secretos- tener secretos, guardar secretos- creo que me gustaban las cajas fuertes pequeñas y brillantes que vendían en las ferreterías y llegué a estar convencida que detrás de alguno de los enormes cuadros de alguna de las casas que frecuentábamos se hallaba una de esas enormes cajas fuertes, con una combinación muy difícil de adivinar, como en las películas en las que había que acabar por dinamitarlas para abrirlas, y que dentro encerraba el mapa de algún tesoro que sólo yo podría desvelar. Porque los secretos se guardan en un lugar bajo siete llaves o con combinación imposible. Y los buscaba en otros sitios, porque en casa, no había lugar para ellos.
Quizá porque en su día fue el único lugar con pestillo y todavía guardaba en sus paredes ciertos secretos a la manera de las voces que se oyen en las psicofonías grabadas en edificios misteriosos que alojan un sinfín de historias en su interior- , o porque el cuarto de baño parece un lugar que va a ser mas respetado que el resto porque en él se realiza la higiene íntima, durante un tiempo, este lugar tan poco paradisíaco se convirtió para mí en un pequeño refugio. Un especie de cofre grande lleno de sanitarios y productos de aseo personal.
Tanto fue así que di una y otra vez vueltas a la idea de reconvertir ese espacio en una vivienda para una sola persona, una especie de urna, de gran caja fuerte en la que pudiera mantenerme escondida en secreto. La bañera podía hacer de cama por las noches, en el armario podría colgar la ropa y algún libro podría ir sobre la puerta situando allí una estantería. Agua tenía y podía beber y ducharme, y para comer tendría que acabar saliendo fuera- pero podría aguantar con poca cosa un tiempo- porque aquel no era un lugar para ingerir ningún tipo de alimento por mucho que me empeñara en que podría tenerlo desinfectado sometiéndolo a dos o tres sesiones de lejía diarias.
En su interior imaginé, siempre he imaginado tantas cosas, tan imposibles, y tantas veces, que recibía a mis amigos, escuchaba música, leía, estudiaba con un flexo algo pop que había colgado del techo y hasta había situado mentalmente bajo el lavabo una pequeña nevera como esas que había en los hoteles. Quería convertir el baño en la caja fuerte que no tenía y me quería encerrar dentro con todos mis secretos.
Quise convertirme y sin saberlo, en una persona de esas que viven en espacios muy reducidos con todos sus secretos y enseres encima, en condiciones muy precarias y que salen a veces en los programas de televisión de tarde denunciando sus condiciones de vida buscando una subvención, o un piso nuevo, o lo que caiga. Eso sí duchándome varias veces al día y rodeada de lejía, limpia cristales, jabones, geles de baño, colonias y demás útiles de limpieza, cuya mezcla de olores, al decir verdad, creo que me dejaban un poco fuera de juego y a merced de esta imaginación mía cuasi desbordante.
Guárdame el secreto, hoy todavía, a veces, me reconforto encerrándome dentro de un espacio e imaginando que tengo todo lo indispensable para subsistir el tiempo necesario para sobrevivir a lo que me hay fuera. Y mientras pasa el chaparrón, me ducho y abuso como entonces de geles, colonias, cremas y productos de limpieza, aunque con el pestillo sin echar-que se castigó- hace ya mucho tiempo.
@Arteche Octubre 2008
Los -obuaros- son comunes a obituarios y a urbanos. Y esto es lo que se podrá leer en ellos, una serie seguramente inconexa de instantáneas, cosas que pasan, pesan y pisan. Por la urbe o por cualquier parte. Nowhere= Now here.
24 oct 2008
Del insomnio y del miedo a dormir- Obuaro 140
Del insomnio y del miedo a dormir
Así eran mis noches…
Recuerdo cuando era pequeña esa especie de inquietud y preocupación que me abordaba en el momento de ir a la cama. Había que acostarse pronto para madrugar al día siguiente. Ese haber que siempre ha provocado en mí un automático rechazo. Desde entonces distraigo tanto el hecho de acostarme como el de madrugar, quizá fruto de un simple trauma infantil. Busco cualquier excusa para no acostarme, también cualquier excusa para no levantarme. Sin embargo, las excusas para no acostarme resultan siempre mas rotundas, convincentes, razonables y efectivas que las de no levantarme. Quizá porque las primeras las formulo ante mí misma, y siempre las acepto como “animal de compañía” aunque sean absurdas y repetitivas: beber agua para evitar que me entre sed, mirar si las luces se han quedado encendidas cuando tengo la certeza de ni siquiera haberlas encendido, buscar el significado de una palabra en el diccionario como si me fuera la vida en ello, comprobar que aquel libro cuyo título me ha venido de repente a la cabeza está en la caja cuarta de la columna del armario, escribir unas pocas líneas de un pretendido relato que parece en esos momentos superar la habitual mediocridad…
Cuando me acostaba, allá por los años de mi mas tierna infancia, mis padres dejaban la puerta entreabierta para que se colara en mi habitación un poco de luz, se reflejaba el resplandor de la televisión en las paredes y resultaba muy reconfortante esa compañía en el momento en que hacía el repaso de mi día ya por aquel entonces anticipadamente inútil. Al rato, en silencio, me solía levantar sin hacer el menor ruido y en cuclillas asomaba la cabeza por el marco de la puerta para ver aquellos rostros parlantes de una televisión todavía en blanco y negro. Luego, pasado un tiempo que me parecía una eternidad, y que no debía ser tanto- ya que el tiempo cuando eres niño pasa muy despacio, para ir acelerándose con el paso de los años, hasta imagino convertirse en un suspiro en la vejez-, volvía a la cama con la satisfacción de no haber sido descubierta por una parte y con la culpa- he cargado a menudo con todo tipo de ellas-, y el pesar de haber hecho lo que no había que hacer, “acostarme pronto y dormirme rápido para levantarme temprano”. Una vez en la cama, quizá por los nervios de la travesura nocturna, creía ver claramente la sombra de un indio, si, un apache piel roja con el penacho de plumas, los brazos cruzados sobre el pecho y un machete en una de sus manos. Y esa imagen me turbaba enormemente e impedía que conciliara el sueño con tranquilidad. El indio comanche era tan sólo el presagio de la noche que me esperaba, tremendamente agitada, en pie de guerra y expuesta a todo tipo de aventuras y desventuras nocturnas que eran mas reales que las grises cotidianeidades diurnas, aunque ni de día ni de noche conseguía nunca llegar a firmar el anhelado armisticio y fumar satisfecha la pipa de la paz.
Por la mañana, cuando mi madre entraba en la habitación a despertarme y pronunciaba las palabras “ arriba, que ya es la hora” yo me debatía entre el cansancio por la falta de horas de sueño, la agitación por todo lo que había “soñado”, “en color”, durante la noche, y la inquietud por lo que había de venir durante la jornada, en la que me enfrentaba a la afrenta de cumplir las expectativas que los que me querían y a los que yo quería, habían puesto en mí, a sabiendas de que me distraería inevitable y no se si también afortunadamente de mis ambiciosos propósitos.
Y así continúan siendo…
@Arteche Octubre 2008
Así eran mis noches…
Recuerdo cuando era pequeña esa especie de inquietud y preocupación que me abordaba en el momento de ir a la cama. Había que acostarse pronto para madrugar al día siguiente. Ese haber que siempre ha provocado en mí un automático rechazo. Desde entonces distraigo tanto el hecho de acostarme como el de madrugar, quizá fruto de un simple trauma infantil. Busco cualquier excusa para no acostarme, también cualquier excusa para no levantarme. Sin embargo, las excusas para no acostarme resultan siempre mas rotundas, convincentes, razonables y efectivas que las de no levantarme. Quizá porque las primeras las formulo ante mí misma, y siempre las acepto como “animal de compañía” aunque sean absurdas y repetitivas: beber agua para evitar que me entre sed, mirar si las luces se han quedado encendidas cuando tengo la certeza de ni siquiera haberlas encendido, buscar el significado de una palabra en el diccionario como si me fuera la vida en ello, comprobar que aquel libro cuyo título me ha venido de repente a la cabeza está en la caja cuarta de la columna del armario, escribir unas pocas líneas de un pretendido relato que parece en esos momentos superar la habitual mediocridad…
Cuando me acostaba, allá por los años de mi mas tierna infancia, mis padres dejaban la puerta entreabierta para que se colara en mi habitación un poco de luz, se reflejaba el resplandor de la televisión en las paredes y resultaba muy reconfortante esa compañía en el momento en que hacía el repaso de mi día ya por aquel entonces anticipadamente inútil. Al rato, en silencio, me solía levantar sin hacer el menor ruido y en cuclillas asomaba la cabeza por el marco de la puerta para ver aquellos rostros parlantes de una televisión todavía en blanco y negro. Luego, pasado un tiempo que me parecía una eternidad, y que no debía ser tanto- ya que el tiempo cuando eres niño pasa muy despacio, para ir acelerándose con el paso de los años, hasta imagino convertirse en un suspiro en la vejez-, volvía a la cama con la satisfacción de no haber sido descubierta por una parte y con la culpa- he cargado a menudo con todo tipo de ellas-, y el pesar de haber hecho lo que no había que hacer, “acostarme pronto y dormirme rápido para levantarme temprano”. Una vez en la cama, quizá por los nervios de la travesura nocturna, creía ver claramente la sombra de un indio, si, un apache piel roja con el penacho de plumas, los brazos cruzados sobre el pecho y un machete en una de sus manos. Y esa imagen me turbaba enormemente e impedía que conciliara el sueño con tranquilidad. El indio comanche era tan sólo el presagio de la noche que me esperaba, tremendamente agitada, en pie de guerra y expuesta a todo tipo de aventuras y desventuras nocturnas que eran mas reales que las grises cotidianeidades diurnas, aunque ni de día ni de noche conseguía nunca llegar a firmar el anhelado armisticio y fumar satisfecha la pipa de la paz.
Por la mañana, cuando mi madre entraba en la habitación a despertarme y pronunciaba las palabras “ arriba, que ya es la hora” yo me debatía entre el cansancio por la falta de horas de sueño, la agitación por todo lo que había “soñado”, “en color”, durante la noche, y la inquietud por lo que había de venir durante la jornada, en la que me enfrentaba a la afrenta de cumplir las expectativas que los que me querían y a los que yo quería, habían puesto en mí, a sabiendas de que me distraería inevitable y no se si también afortunadamente de mis ambiciosos propósitos.
Y así continúan siendo…
@Arteche Octubre 2008
20 oct 2008
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