Del insomnio y del miedo a dormir
Así eran mis noches…
Recuerdo cuando era pequeña esa especie de inquietud y preocupación que me abordaba en el momento de ir a la cama. Había que acostarse pronto para madrugar al día siguiente. Ese haber que siempre ha provocado en mí un automático rechazo. Desde entonces distraigo tanto el hecho de acostarme como el de madrugar, quizá fruto de un simple trauma infantil. Busco cualquier excusa para no acostarme, también cualquier excusa para no levantarme. Sin embargo, las excusas para no acostarme resultan siempre mas rotundas, convincentes, razonables y efectivas que las de no levantarme. Quizá porque las primeras las formulo ante mí misma, y siempre las acepto como “animal de compañía” aunque sean absurdas y repetitivas: beber agua para evitar que me entre sed, mirar si las luces se han quedado encendidas cuando tengo la certeza de ni siquiera haberlas encendido, buscar el significado de una palabra en el diccionario como si me fuera la vida en ello, comprobar que aquel libro cuyo título me ha venido de repente a la cabeza está en la caja cuarta de la columna del armario, escribir unas pocas líneas de un pretendido relato que parece en esos momentos superar la habitual mediocridad…
Cuando me acostaba, allá por los años de mi mas tierna infancia, mis padres dejaban la puerta entreabierta para que se colara en mi habitación un poco de luz, se reflejaba el resplandor de la televisión en las paredes y resultaba muy reconfortante esa compañía en el momento en que hacía el repaso de mi día ya por aquel entonces anticipadamente inútil. Al rato, en silencio, me solía levantar sin hacer el menor ruido y en cuclillas asomaba la cabeza por el marco de la puerta para ver aquellos rostros parlantes de una televisión todavía en blanco y negro. Luego, pasado un tiempo que me parecía una eternidad, y que no debía ser tanto- ya que el tiempo cuando eres niño pasa muy despacio, para ir acelerándose con el paso de los años, hasta imagino convertirse en un suspiro en la vejez-, volvía a la cama con la satisfacción de no haber sido descubierta por una parte y con la culpa- he cargado a menudo con todo tipo de ellas-, y el pesar de haber hecho lo que no había que hacer, “acostarme pronto y dormirme rápido para levantarme temprano”. Una vez en la cama, quizá por los nervios de la travesura nocturna, creía ver claramente la sombra de un indio, si, un apache piel roja con el penacho de plumas, los brazos cruzados sobre el pecho y un machete en una de sus manos. Y esa imagen me turbaba enormemente e impedía que conciliara el sueño con tranquilidad. El indio comanche era tan sólo el presagio de la noche que me esperaba, tremendamente agitada, en pie de guerra y expuesta a todo tipo de aventuras y desventuras nocturnas que eran mas reales que las grises cotidianeidades diurnas, aunque ni de día ni de noche conseguía nunca llegar a firmar el anhelado armisticio y fumar satisfecha la pipa de la paz.
Por la mañana, cuando mi madre entraba en la habitación a despertarme y pronunciaba las palabras “ arriba, que ya es la hora” yo me debatía entre el cansancio por la falta de horas de sueño, la agitación por todo lo que había “soñado”, “en color”, durante la noche, y la inquietud por lo que había de venir durante la jornada, en la que me enfrentaba a la afrenta de cumplir las expectativas que los que me querían y a los que yo quería, habían puesto en mí, a sabiendas de que me distraería inevitable y no se si también afortunadamente de mis ambiciosos propósitos.
Y así continúan siendo…
@Arteche Octubre 2008
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