17 mar 2007

Polga. Jasón y el Olimpo- Obuaro 32

Jasón y el Olimpo.

No es posible decidir sobre el color del cielo, pero lo bueno, es no desearlo. (A. Gamoneda)

Arturo vivía en una pequeña capital de provincias, en el último piso de la única gran torre de toda la ciudad. Su tío, D. Eustaquio, concejal del ayuntamiento siempre hablaba de esta construcción como la mayor tropelía especulativa de los años sesenta. El responsable de esa monstruosidad había sido al decir de la madre de Arturo, su padre que nunca había ejercido como tal. Pero a Arturo, ajeno a ilegalidades urbanísticas le había gustado siempre aquélla casa, era mas alta que el resto, y desde su azotea se divisaba absolutamente todo, le permitía revisar a golpe de pájaro el cielo y la tierra, lo que le hacia sentirse desde allá arriba como el amo del mundo.
Además, su querido abuelo Jasón, había convertido la azotea de la casa en un verdadero paraíso para un niño, y también para un viejo. El atractivo que en ambos, abuelo y nieto despertaba la azotea no era compartido por su madre a la que le parecía un sitio sucio, siempre lleno de polvo de la calle, frío en invierno y caluroso en verano; ( lo raro, - pensaba Arturo, mirando atentamente a su madre- hubiese sido lo contrario), feo, desagradable y con deposiciones de palomas, gorriones y demás bichos por todas partes.
Entre las antenas y las claraboyas, mi abuelo, había colocado unos antiguos bancos de madera que nos había facilitado el tío Eustaquio a un módico precio tras la renovación de los bancos a la que había procedido el consistorio. El nuevo mobiliario urbano decían que se parecía mucho al de París, y así debía ser, porque mi prima, la hija de Eustaquio, que estudiaba en un buen colegio de Madrid, había estado allí en un viaje de fin de curso y así lo corroboraba.
También mi abuelo había dispuesto tres mesas de manera circular. Hasta que el abuelo las arreglara, y eso que mi madre decía que no valían para nada, habían sido apiladas y olvidadas en el cuarto trastero que nos correspondía en el sótano del edificio, y del que mi madre presumía constantemente, porque ¿dónde pondría uno esos muebles pasados de moda y que están completamente nuevos?. Alguna vez podrían ser útiles para algo o para alguien, ¿verdad, papá?.Sobre las mesas, para mi total júbilo podían encontrarse juegos antiguos, naipes americanos, postales, papeles, compases, transportadores de ángulos, y esos libros de tapa dura antiguos, con muy pocos dibujos y a veces con grafías extrañas, que a mí me parecían tremendamente aburridos y que eran, así los definía mi abuelo, libros científicos para mayores.
Pero lo que definitivamente la madre de Arturo no podía soportar era la presencia del telescopio en el mejor lugar de la azotea. Ese lugar debería haber sido ocupado por un magnífico tendedero, o por una cómoda y amplia tumbona para tomar el sol y ser por una vez la envidia de las vecinas. Ese inútil telescopio era, según sus palabras, lo único que siempre había importado al abuelo, su padre. Ese maldito telescopio, que no había traído mas que desgracias a esta santa casa, porque, ya me dirás tu-repetía una y otra vez mi madre-cómo habiendo llegado a ser un ilustre profesor de una de esas universidades norteamericanas de las que tanto se habla en las películas y hasta en los telediarios..., cómo se puede acabar aquí, sin dinero, sin mujer, viviendo en casa ajena, a plato y mantel, malgastando el tiempo en una azotea llena de excrementos de pájaros con la única compañía de un mocoso, que sueña, para colmo con ser como su abuelo. Aunque no sé bien que es mejor, se dirigía entonces a mí mi madre, que te parezcas a tu abuelo o que te parezcas a ese que dice ser tu padre. Porque si te pareces a tu padre, apañados vamos. Yo aquí luchando con dos niños, el mío y mi padre. No, si a mí me vais a matar a disgustos; nieto y abuelo, abuelo y nieto, tanto monta monta tanto, Isabel como Fernando. Y no me mires con esa cara papá, que bastante tengo con todo, no me repliques ni con mirada. No me pongas de los nervios y no me hagas hablar delante del chiquillo.
¡ A quién se le ocurre!, -continuaba mi madre diciendo a voz en grito-.” Abandonarlo todo, así sin mas, como que no quiere la cosa, ¡si mamá pudiera verte desde el cielo!, le matabas de nuevo de un disgusto, con todo lo que ella luchó para conseguir lo poco que teníamos. Claro, y mientras la otra disfrutando de lo nuestro, como si fuera de ella. La muy arpía, no, si....y tu, dale con que el dinero no es lo importante, sino librarse de gente así a nuestro lado, que tenemos lo que necesitamos para vivir, que las cosas realmente importantes en la vida no tienen precio, que todo es cuestión de dignidad. Sí papá sí, pero con la dignidad no se come, ¿sabes?, ya lo dice el tío Eustaquio que es nada menos que concejal del ayuntamiento, que la dignidad es solo para borrachos y perdedores. Anda, quítate de mi vista, que me pones enferma, súbete allá arriba con el mocoso de tu Arturo, y vuelve con tus locuras y tu telescopio. Y procura no llenarle la cabeza al niño con tus tonterías. Que ya solo nos faltaba eso...
A mí no me gustaba oír aquellas reprimendas que mi madre le echaba al abuelo porque yo quería mucho al abuelo, y me gustaban mucho lo que mamá denominaba sus locuras, y me encantaba que me dejara mirar por el telescopio, y también me daba cuenta que el abuelo aunque no decía nada bajaba la cabeza y se quedaba triste después de estas broncas de mamá. Alguna vez descubrí alguna lágrima furtiva en el objetivo del telescopio que al abuelo se le había pasado secar. A continuación, siempre después de estos monólogos de mamá el abuelo solía sentarse en la silla que tenía su nombre inscrito en el respaldo, cogía su cuaderno de bitácora y escribía en secreto, me decía que eran instrucciones para el uso de la vida, y que las escribía para que yo las leyera cuando él muriera, porque era ley de vida la muerte, aunque yo no comprendía por aquel entonces exactamente el significado solemne y determinante de aquella palabra. Me decía que aquellas palabras allí escritas podrían serme útiles para continuar mi singladura en la vida sin la compra de demasiados armisticios. Tampoco entonces comprendí aquello de los armisticios.
El abuelo Jasón, al que no siempre entendía, me iba a buscar todos los días al colegio, mamá decía que era su contribución a las tareas domésticas ya que no hacía otra cosa, pero yo sabía que el abuelo lo hacía porque quería, al igual que también yo quería que me viniese a buscar al colegio. Por el camino, que variábamos muchos días, me dejaba pisar todos los charcos de la acera y hasta los del parque poniéndome hasta arriba de barro. Luego diremos que te has caído, me decía, así mamá no nos dirá nada, un resbalón lo tiene cualquiera, ¿no?.
En otoño y primavera solíamos comprar al pipero de la esquina palomitas de maíz y se las dábamos de comer a los patos con cabeza verde del estanque y a esas carpas de tamaño descomunal con los ojos fuera de las órbitas. Los patos parecían conocernos, y nosotros a ellos hasta les habíamos puesto nombre. Por el camino me contaba historias increíbles y fantásticas preludio de nuestras veladas astrales. A veces decía palabras que yo no entendía, e inmediatamente al ver la expresión de mi cara se disculpaba y me explicaba que muchas veces se le escapaban palabras en inglés. Siempre pasa esto- me explicaba-, cuando tratas de sentimientos que sólo has expresado en una lengua, cuando tratas de expresarlos en otras los tienes que traducir y convertirlos en algo fuera de ti, en algo ajeno, que pierdes. Esto lo entenderás cuando seas mayor y cuando tu madre consienta por fin que aprendas otras lenguas y se le quite de la cabeza esa manía de que todo lo de fuera es malo. Y acabarás viendo por ti mismo que el sentimiento no tiene lengua, bueno, - decía sonriendo maléficamente-, al menos que el sentimiento sea demostrado con un beso de pasión de los que se dan en la boca como en las películas, pero tú de esto a tu madre ni pío, que estas son conversaciones entre tu y yo, de hombre a hombre, que no quiero oírle decir que te pervierto con estas costumbres de bárbaros.
Después de largos ratos de cuentos, lodos, barros, estancias en el parque y vueltas por caminos alternativos llegábamos a casa. Y allí nos esperaba la bronca de mamá que no sabía como nos las arreglábamos para tardar cada día mas en llegar, que una está aquí siempre preocupada por si pasa algo, porque nunca se sabe con las cosas que pasan hoy en día. Y por fin, y digo por fin llegábamos al telescopio, al ansiado telescopio del abuelo, allí en el lugar de honor, siempre pulcro y brillante, como nuevo; allí estábamos, en el sitio del abuelo, y cómo era su sitio yo le había regalado por su cumpleaños de hacía ya tres años, con la ayuda del tío Eustaquio, una silla de esas que tienen los directores de cine con su nombre grabado en el respaldo. JASÓN en letras grandes y azules como el cielo.
Desplegábamos los mapas y observábamos ávida y silenciosamente el horizonte. Cuando mas absortos estábamos a sabiendas que detrás de la Estrella Polar gira todo el cosmos un estruendoso grito de mamá nos convocaba para la cena. Yo cenaba rápidamente mientras mamá me recordaba que tenía que masticar unas veinte veces cada bocado, que si no mi estómago tendría que trabajar el doble y eso provocaría digestiones muy pesadas, y ahora era un niño, pero cuando fuese mayor lo pagaría, porque todo en esta vida se paga cariño, todo se paga...
Vamos arriba, acaba ya abuelo, apremiaba yo al abuelo con ansiedad, que ha parado de nevar, y no hace nada de frío, y el cielo se ha aclarado, y podremos verlas hoy todas, corre abuelo, date prisa. El abuelo miraba de reojo a mamá que le repetía por enésima vez siempre en tono de reproche, no, si este niño es igual que tú, pues sí que sí, con uno ya teníamos bastante en la familia. Ahora, Arturo, coge un resfriado y que mañana no puedas ir al colegio, y no aprenderás nada de nada, aunque claro, para lo que sirve el colegio y el aprender, mira tu abuelo, tanto saber, tanto aprender, tanto estudiar, tanto destacar, ¿para qué?, para acabar peor que empezó, mírate papá, vamos, vamos, quién lo iba a decir, ¡ cómo si no hubiera tontos que hablan en inglés!.
¡ Y cerrad la puerta, que me vais a matar de frío!,¡ no si es mas importante ese maldito telescopio que mi reuma, que mis rodillas y que mis bronquios...! clamaba mamá mientras subíamos a la azotea casi sin hacer ruido.Y todo cambiaba, como por encanto. Nuestro techo pasaba a ser entonces la bóveda del cielo y no esas estrellas luminosas que había colocado cuidadosamente en el techo de mi cuarto a escondidas de mamá que siempre se quejaba de que todo lo que se pusiera en la pared acababa estropeándola. Y luego había que pintarla y claro gastarse un dinero en ella. Que el dinero no llueve del cielo.
El peso se aligeraba, y yo sabía por el abuelo, que era porque Atlas estaba sujetando el cielo sobre sus formidables hombros. –Mira abuelo, Perseo nos está guiñando el ojo mientras sujeta la cabeza de Medusa en su mano-, y él, dale que dale con que no era un guiño sino un eclipse intermitente que sucedía cada dos horas. Allí estábamos, Jasón y Arturo, habitando en el Olimpo, sin haber pedido permiso a Zeus, que es el que se ocupa de estas cosas de las licencias en el cielo como el tío Eustaquio en el ayuntamiento. Habíamos ascendido por alguna razón al inmenso cielo.
Así, de broma y de veras, el abuelo me enseñaba a leer en el cielo de la misma manera que en el colegio me habían enseñado a leer las letras impresas de los libros. Supe, que había habido tiempos en los que se habían transformado en estrellas seres divinos, héroes, ó sencillamente, cosas. Había sido como recompensa o castigo a veces, para inmortalizar el amor otras, para proteger a los humanos otras tantas, y por motivos que el abuelo y gente como él trataban de descubrir con el estudio, otras cuántas. Y veía grupos de estrellas que parecían todas juntas dibujar un león, un cisne, un cangrejo, una nave, o un caballo. Pero no eran animales cualesquiera, no, decía mi abuelo, el león era aquel sobre el que resbalaban las flechas y al que el gran Hércules, mi favorito, mi gran héroe, matara con sus propias manos asfixiándole. El cangrejo fue el mismo al que Hércules pisó en plena lucha contra la Hidra, ese gran monstruo que vivía en los pantanos y cuyas cabezas se regeneraban cada vez que eran cortadas como le pasaba al monstruo que atacaba en el tercer capítulo al gran Mazinger Z dirigido por el doctor Infierno. El águila estaba allí por ser el único animal que puede mirar directamente al sol sin arredrarse, y que planea majestuosa acechando una nueva presa como en los grandes reportajes de animales de la televisión. El cisne conmemoraba la transformación del propio Zeus, el dios de dioses, en este bello animal para encontrar a su fugada Némesis, creo que papá no supo nunca muy bien como convertirse en cisne para recuperar a mamá.
Y el abuelo me contó, en secreto, que en el cisne está quizá el agujero negro de nuestra galaxia, de la Vía Láctea, que se llama así porque se había formado con un chorro de leche de la diosa Hera; debían ser muy grandes los pechos de la diosa para tener tanta leche y no como los de mi prima, la que había viajado a París y ahora, según, palabras de mi madre, no podía darle el pecho al niño porque no tenía leche, como tampoco tenía vergüenza.El abuelo, sin querer ni él ni yo, seguía instruyéndome no solo en el conocimiento del firmamento y sus secretos, sin en el duro oficio de vivir, y en el todavía más difícil de dejar vivir. Pero eso no lo sabría hasta muchos años después o quizá no tantos.
Yo me pasaba horas y horas mirando a través del telescopio, buscaba, adivinaba, imaginaba, indagaba y descubría además de águilas, cangrejos, leones y otras figuras que todos veían, balones de reglamento, coches deportivos, bicicletas de montaña, hormigas con alas, e incluso funambulistas caminando por el alambre.Y estas constelaciones no venían en los libros del abuelo, pero él me animaba a seguir desvelando. Siempre hay que buscar algo nuevo, Arturo, si es nueva, no te asustes, dale nombre y hazla tuya hasta que sea de todos, si los demás la quieren.
Otras veces, entre las nubes y la contaminación apenas brillaban las estrellas, ni la luna, y yo me desesperaba dando la noche por perdida, pero el abuelo me consolaba distrayéndome con divertidas historias como aquella “cuando alguien mata un insecto, una estrella se apaga en el universo” “y un destino queda tuerto”” hoy, - decía mirando al cielo mientras esbozaba una amplía sonrisa –alguien habrá estado fumigando”. Y yo me reía, sabiendo que eso no podía ser verdad, pero ya me imaginaba una constelación en forma de pirata con un parche en el ojo izquierdo cuyo nombre era destino.
Mi admiración por Hércules crecía y crecía. Y yo me veía blandiendo una maza arrodillado con una piel de león enrollada en mi cuerpo con el dragón a mis pies como en su constelación de diecinueve estrellas que nunca acababa de contar por mas que lo intentaba. Si hubiera sido Hércules habría liberado a Prometeo del castigo que le fue impuesto por devolver el fuego a los hombres y por haber querido demasiado a los mortales siendo de la casta de los dioses. Creo que papá había querido mucho a mamá y que alguna cuenta pendiente tenía con Zeus, como Prometeo. Mi madre decía muchas veces que mi padre, o mejor dicho ese que decía ser mi padre, otra cosa no pero promesas... las hacia continuamente, total para qué...
Si hubiera sido Hércules habría viajado con el abuelo Jasón en la nave de Argos en busca del Vellocino de Oro para demostrar a mamá nuestro valor y el saber del abuelo, y esta vez no nos reñiría orgullosa de nuestra hazaña realizada solo por y para ella. Por el camino, el abuelo y yo destruiríamos Arpías, que así llamaba mamá a la otra, que le había robado todo al abuelo. Habríamos atravesado estrechos sacudidos por fuertes tempestades, restableciendo la calma con nuestros poderes como pasaba en mi recuerdo con las peleas que de muy pequeño presenciaba entre papá y mamá, que acababan colmándose de besos y promesas una y otra vez poniéndome a mí por testigo.
Habríamos domado bueyes con bálsamos milagrosos con los que araríamos terrenos para plantar dientes de serpientes de los que nacerían guerreros a los que solo se podría vencer asustándoles con una piedra. Habríamos dormido al inmenso dragón que custodiaba el Vellocino con palabras mágicas o con las pastillas esas que mamá consumía siempre que se ponía nerviosa y se acordaba de ese que decía ser mi padre.
Un crudo invierno el abuelo se puso de repente enfermo, una mala gripe mal curada que se había convertido en una neumonía, los años según él y según mamá el maldito telescopio tenían la culpa, porque en esa azotea hacía mucho frío, porque ya podías haberle dejado también ese cacharro a la bruja esa, que como es extranjera no monta seguro en escoba sino en un coche americano de gran cilindrada con todo nuestro dinero en la cartera.
Yo había ido creciendo casi sin darme cuenta y el abuelo consintió, solo mientras estuviese enfermo, que le leyera a los pies de la cama aquellos aburridos textos científicos sobre el firmamento que tan seriamente habían poblado las tres mesas de nuestra azotea. Porque el sitio del abuelo se había ido convirtiendo con su beneplácito también en mi sitio, en nuestro sitio. El mío y el suyo. Y yo ya tenía otra silla de director de cine con mi nombre en el respaldo como la suya y un cuaderno de bitácora secreto que no sabía muy bien como rellenar y que descansaba al lado del del abuelo.
Le leía libros sobre astrofísica, física espacial, física solar y sobre cálculo de tiempos. Aparecían en ellos términos como tiempo universal, tiempo sidéreo, orlo, ocaso y culminación del sol, y extraños símbolos y grafías llenaban páginas y más páginas. Números, cifras y símbolos ilegibles olvidaban las más excelsas prerrogativas de los dioses.
Pude comprender, y esta fue la primera anotación en mi cuaderno de bitácora, que las historias de las constelaciones no dejaban de ser según estos libros serios, metáforas basadas en lo que la ciencia llamaba principio de iconicidad ¡ Qué espanto!. Asumí con dolor que nunca podría acariciar la Cabellera de Berenice, ni ver a las flores abrirse al paso de la sonrisa de Perséfone, ni estrechar entre mis brazos a la hermosa Ariadna después de haber salido con éxito del laberinto, ni ver a mis padres abrazados y queriéndose para siempre.
Las lecturas al abuelo no interrumpieron mis continuas subidas al Olimpo cada vez que me era posible. Observaba, ahora en soledad, la puesta de sol hasta que llegaba la hora de las esperanzas. Buscaba, una y otra vez liberarme del tormento dictado seguramente por los dioses de ver a mi abuelo consumiéndose día tras día sin remedio. El silencio de los dioses dañó la imagen que de ellos tenía. Busqué alivio en la música invocando a Orfeo, el gran Orfeo, una vez que mi otrora admirado Hércules demasiado trabajado y seguramente supersticioso en la realización de su decimotercer trabajo, me hubiese ignorado por completo. Le supliqué al Orfeo que embelesaba a las fieras y hasta a las piedras con su canto que aplacara la ira que los dioses estaban descargando sin previo aviso sobre mi abuelo, el gran Jasón. Pero mis plegarias resultaron desoídas, para entonces Orfeo había sido despedazado y sus restos ya desperdigados por el espacio. La lira, su lira, estaba allá arriba flotando sin que nadie la tocara.
En mitad de una galerna embozada con un aire de ominosa amenaza los dioses nos habían abandonado a nuestra suerte y a nuestra desgracia. Mi promesa, y la experiencia aprendida de Pandora me hicieron resistir la tentación de abrir el cuaderno de bitácora del abuelo en busca de una solución.Una vela negra presidía ya nuestra nave cuando a través de la claraboya de la azotea vi luz en la habitación de la muerte. La riqueza de Jasón, se tornó entonces su cansancio. Así se liberaba mi abuelo de la pesadumbre, extendiendo los brazos hacia el infinito camino del Olimpo.
Cuando bajé a la habitación del abuelo cantaba y se desbordaba el silencio como después de nuestras veladas astrales mas intensas. El médico cerraba cuidadosamente sus ojos todavía entreabiertos. Mi madre rompía el silencio gritando como siempre pero esta vez entre sollozos:-“Papá, papá, ¿me oyes?, papá, si ya te lo había dicho yo, que ese telescopio te acabaría matando, que todo en esta vida se paga, papá, ¿me oyes?, si la lo decía yo ¡ese maldito telescopio!-Arturo, de nuevo en la azotea, leía en voz alta a las estrellas en ausencia de los dioses la primera página del cuaderno de bitácora de su abuelo Jonás.

Pág 1 ( A Arturo. )
Vivir en belleza, pero no en libertad,
¿quién lo puede soportar?.
¿qué harías tú si tu memoria estuviera llena de olvido?.

¿Pero, quién ha dicho que las estrellas no lloran?.

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